Bogotá. Autor: Josefina Lazo

“¡Sí quiero!” fue la respuesta que dí después de pensarlo medio segundo, cuando Germán me preguntó “.. Y… ¿quieres ir a la boda de tu primo en Colombia?”.

Y después de 10 horas de vuelo sin dormir, desembarqué en el aeropuerto “El Dorado” de Bogotá. Apenas salí del avión, empecé a escuchar el “Sí Señora” que caía tan musical en mis oídos acostumbrados a la rudeza de los españoles.  Llegando a la recepción del hotel, un chico muy amable me preguntó: “¿Quiere un tinto o un aromático?”, “Pues… un tinto…” dije yo, dudando que fuera un vinito de cortesía. Y no, claro, un “tinto” es un café (y un “aromático” es una infusión).

Llegando a la habitación y después de soltar 10 mil pesos colombianos de generosa propina (me enteré más adelante que la mitad hubiera sido suficiente), me comuniqué con Liliana, mi futura prima. “Pasamos por ti a las 9, porque hay una cena en casa de mi tío”. Y ahí empezamos la pachanga.

Cenamos en un espacioso departamento al norte de la ciudad pero ya para las 11 de la noche yo hacía bizcos. Me había levantado a las 4.30 de la madrugada, hora de España, y ya eran las 11 y pico de la noche, hora colombiana. No sé cómo hablaba, pero si tenía voz de ebria, no era por el vino.

Al día siguiente pasarían por nosotros a las 9.00 am. Bueno, después me daría cuenta de cómo es la puntualidad bogotana: dicen una hora y llegan tres cuartos de hora después disculpándose por el tráfico (¡y es verdad! La ciudad de Bogotá tiene un tráfico caótico).

Nuestra primera parada fue en el barrio de la Candelaria (el centro histórico de Bogotá), en el Museo Botero. Me encanta este señor. Creo que en las redondeces de sus personajes se asoma una sutil ternura y un excelente sentido del humor. Además, una sale con un alta autoestima, cuando se compara con el exceso de carnes de las mujeres de los cuadros o esculturas. Una de mis favoritas, es la enorme mano que hay en la entrada del museo, como dando la bienvenida. Hay una igualita en el Paseo de la Castellana de Madrid. También me encantó el “gato”, que de tan gordo y tan liso se antoja acariciarlo; o la increíblemente erótica “Leda y el cisne” que uno siente como si interrumpiera un verdadero momento de intimidad cuando la mira (cuenta la mitología que Leda, después de ese encuentro con el cisne -que era Zeus disfrazado- dio a luz dos huevos. Claro, ¡no era para menos!). De sus pinturas me llamaron mucho la atención “Terremoto en Popayán” (que sucedió en esta entidad colombiana, en 1983, en el que se destruyó gran parte de sus edificios históricos) que parece un pastel desmoronándose; o su genial Mona Lisa, como un homenaje a aquélla del museo de Louvre.

Después de disfrutar el gordo humor de Botero, caminamos al Museo de la Moneda, que está justo al lado.

Nos teníamos que apresurar, porque amenazaba lluvia y queríamos ir a la Plaza de Bolívar; así que salimos del museo para caminar un par de cuadras y llegar a esta monumental plaza rodeada por la Catedral, el palacio de Justicia, el Capitolio y el Palacio Liévano, sede de la alcaldía de Bogotá. En la época de la colonia, como muchas otras plazas, era utilizada como mercado. Poco después de su independencia, la plaza se llamó “de la Constitución” y luego, en 1846, se convirtió en la Plaza de Bolívar, en honor a este libertador de origen venezolano.

Después de comprarnos unos crujientes platanitos fritos y salados, entramos a la Catedral, que está dedicada a la Inmaculada Concepción.

Ya afuera, se me antojó una congelada de “lulo” (que es una fruta acidita y muy sabrosa que es muy popular en Colombia). Se la iba a comprar a la chica que estaba en las escaleras de la catedral, pero de repente llegó una señora con un carrito similar  y se le adelantó a la chica ofreciéndome la misma congelada, pero más cara. Yo le dije que “no gracias”. Entonces la señora se enfureció y le empezó a gritar a la chica “¿por qué las das a 400? ¿qué le quieres perder?”, a lo que la chica le contestó que la dejara en paz. En eso, viene un señor que estaba en un puesto cercano a la chica y le preguntó que qué estaba pasando. “Pues ésta, que ya viene otra vez a molestar” le dice la chica. Y de repente, el señor enfurecido, se dirigió a la señora y de un manotazo le tumbó la gorra que llevaba, y la empezó a empujar insultándola. La señora manoteaba y vociferaba, pero nadie parecía dispuesto a ayudarla. Yo tenía una cara de estupefacción, por lo que la chica me dijo “es que siempre viene a molestar, no le importa que a mí me den ataques”. “¡Orale!” pensé yo, “¿¿ataques de quéee??”, pero no lo dije en voz alta, así que agarré el objeto causante del conflicto (mi congelada de lulo) y me alejé del barullo, ¡no fuera a ser que me echaran la culpa de haberlo iniciado! (Que en parte, tendrían razón. Ya me veía yo detrás de las rejas colombianas…).

Apenas subí los escalones que me separaban de mi impaciente familia, me interceptó un indigente, sucio y harapiento -como todo mendigo-, pero con una mirada verde acuosa y simpática. Me dijo algunos datos de la Catedral, de la cual, según me aseguró, se sabía toda la historia. Además, sacó de su mugriento suéter, un viejo recorte de periódico, pegado en una cartulina y protegido con un plástico. Era un artículo que le habían hecho especialmente a él, que al parecer era todo un personaje del centro de Bogotá. Le llaman el «Popeye», porque tiene la mandíbula prominente y la voz ronca como este peculiar personaje. «Pídale que le hable en inglés» me dijo un señor que pasaba por ahí. En efecto, el Popeye sabe varios idiomas y puede resultar un excelente guía de turistas.

Seguimos caminando por La Candelaria, tomando fotos de sus callejuelas, y deteniéndonos en algunas tiendas de souvenirs. Después de caminar unas calles más, Liliana se detuvo en una panadería, y pidió unos almojábanes calientitos. Son unos panecillos alargados y suaves, que tienen dentro un poco de queso. ¡Deliciosos! En especial a esas horas, que ya empezábamos a tener hambre.

Llegamos al sitio donde nos habría de recoger Don Mario (a quien tuvimos que esperar como media hora, puntualidad bogotana) para llevarnos al Club Colombia, un restaurante de comida típica. Llegamos ladrando de hambre al mencionado sitio, que resultó ser un lugar de lo más agradable. Pedimos varios platillos al centro para probar de todo. Empezando por unas deliciosas arepas (una especie de gordita de maíz) con queso y crema,  siguiendo con carne deshebrada encima de «patacones» (una especie de tostada echa con plátano macho machacado y frito), sobrebarriga de res (una carne suavecita y deliciosa), tamales de cerdo (envueltos en hoja de plátano, pero a diferencia de los mexicanos que están hechos con masa de maíz, estos están hechos de arroz compacto). La verdad es que ya no le llegué a los postres, pero había unos helados con el famoso arequipe (dulce de leche) buenísimos y por supuesto el famoso aguardiente anisado, que es como el tequila colombiano.

Después de la opípara comilona, nos fuimos a caminar por la «Zona T», que es una calle peatonal llena de restaurantes y bares, con mucho ambiente de noche.

Para terminar el día, y por si no nos habíamos cansado lo suficiente (yo todavía traía jetlag), fuimos a un bar, «El Salto del Angel”. Aquí fue donde aprendí una expresión colombiana que me causó mucha confusión:

Le digo al mesero «nos trae la cuenta, por favor». El mesero muy amable, me pregunta «qué es lo que quiere cancelar?». Yo extrañada le contesto, «yo no quiero cancelar nada». Y me insiste «pero es que se debe cancelar…» y yo le digo ya enojada «pero es que ya nos lo bebimos, ¿cómo lo vamos a cancelar?», el mesero medio indignado, me replica «por eso mismo, ¡lo deben cancelar!», «PERO YO LO QUE QUIERO ES PAGAR, NO CANCELAR». El mesero entonces me mira con cara de obviedad: «pues eso, cancelar, pagar, como le quiera llamar». ¡Aaaaaah! Y bueno, «cancelamos», es decir, pagamos la cuenta y nos fuimos.

Al día siguiente, nos citaron a las 10, (pero ya sabíamos que sería casi a las 11) para llevarnos a ZIPAQUIRÁ, un pueblecito muy cerca de Bogotá, famoso por sus minas de sal y más aún por La Catedral de Sal.

Antes de la llegada de los españoles, la sal era ya un importantísimo recurso de los pueblos indígenas, tanto, que se usaba como moneda de cambio. Es decir, a un jornalero le pagaban un día de trabajo con una piedra de sal. Actualmente, Colombia es un gran exportador de sal, la cual se utiliza en gran parte de la industria que conocemos (perfumería, productos de limpieza, medicamentos, textiles, etc).

Todos sabemos que el oficio de minero es muy peligroso. Los mineros colombianos (como mucha gente de Latinoamérica) son en su mayoría católicos y además muy devotos, por lo que colocaban altares dentro de las minas, para sentir la protección divina que les ayudaría a regresar a sus casa con bien. En el caso de los mineros de Zipaquirá, esta protección se las daba la Virgen del Rosario de Guasá, patrona de los mineros. Tal era su devoción que construyeron una primera catedral dentro de la mina, aprovechando algunas cámaras que ya estaban formadas. Esta iglesia subterránea, funcionó de 1952 a 1992 y la tuvieron que cerrar por las filtraciones de agua que disolvían la sal y ponía en grave peligro a la catedral y a sus devotos; había que hacer una nueva. La nueva catedral tardó tres años en construirse, y se inauguró en 1995. No hay nada en ella que no sea sal.

Iniciamos el descenso de mano de una encantadora y sonriente guía, que nos iba contando la historia y además nos recomendaba que respiráramos profundamente, puesto que el aire dentro de la catedral es muy beneficioso para la salud y acto seguido nos dijo que hay servicio médico en caso de que alguien sienta que le falta el aire. Creo que hay que revisar el orden de su discurso… El recorrido es sumamente interesante, en especial cuando uno sabe que, aunque todo parecía de mármol, es realmente sal (cualquiera puede ponerse a lamer las paredes para comprobarlo, pero yo decidí creerle a la guía). La Catedral es enorme, hay incluso una cafetería, tienda de souvenirs, un auditorio donde vimos una película en 3D; además de lo que es la catedral en sí, donde hay una misa a las 12 del día de cada domingo,  o si uno quiere, puede tener una original boda subterránea.

Luego, hicimos “el recorrido del minero”, para el cual nos pusimos el clásico casco amarillo con linternita. La primera parte consistía en una “prueba de claustrofobia”, donde teníamos que apagar la linterna y pasar por un estrecho pasadizo de menos de un metro de ancho. Yo fui la primera, y entonces todos tenían que seguir mi voz. Fue algo emocionante, el no poder ver absolutamente nada e ir palpando las paredes para saber si puedes seguir de frente o no. El pasadizo no tenía más de 30 metros, así que no hace falta demasiada valentía. El guía nos informó que, en caso de temblor, no nos preocupáramos, ya que no se sentiría dentro de la mina (¿de verdad tienen que mencionarlo? ¡El sólo pensarlo ya dan nervios!). En otro punto nos prestó un pico, para que pudiéramos sacarnos la foto en pose minera.

Salimos de la catedral y regresamos al sitio donde nos esperaba Don Mario, ya listo para llevarnos al famoso restaurante “Andrés carne de res”, donde cenaríamos con la familia de la novia y un montón de amigos.

La verdad es que vale la pena el lugar, porque además de que comimos delicioso, el sitio es digno de verse. Está tapizado con miles de ocurrencias de una mente juguetona y creativa. Por ejemplo, hay una pared tapizada con tapas de ollas aplanadas, y sobre ellas, un pequeño altar con el niño Jesús; o los nombres propios de cada mesa (“el cielo”, “el infierno”, “el teatro”, etc), o mensajes con neones como “Cojines para los Nalgui-flojos”. ¡Ah! Y no hay que olvidar el ambiente! Hay música salsera y tropical y una pista de baile que se llena apenas empieza el ritmo de cumbia. No les tengo que decir que ese día también terminé rendida.

La boda fue hermosa, como son todas las bodas en las que dos personas que se aman unen alegremente sus vidas. Y más si es una colombiana con un mexicano, la mezcla de las ganas de fiesta hizo que la celebración durara más que lo que mis pies pueden aguantar con tacones. Todo salió genial y pude ser parte de una fiesta llena de cariño y alegría.

Al día siguiente, visitamos el “Museo del Oro”, que es uno de los mejores museos que tienen en el país. Ahí se exponen todos los tesoros que no se llevaron los españoles de los indios que habitaban la región, principalmente muiscas. Hay una parte de la exposición, que consiste en pasar a una sala oscura de forma circular donde hay unas paredes que muestran una colección de pequeños objetos de oro y un hoyo en el centro cubierto por piso transparente. De repente empieza un juego de música, cantos indígenas y luces que iluminan diferentes piezas de oro en las paredes o en el suelo. Los cantos me hicieron transportarme a alguna celebración donde el oro es signo de poder, de bienestar, de sol que refleja y celebra la vida.

También había otra exposición muy interesante acerca de la diversidad étnica que tiene Colombia y que conocemos bien en nuestros países latinoamericanos: una mezcla de indígenas, mestizos, blancos y negros.

De ahí fuimos al “pasaje de artesanías” junto al museo, donde uno quisiera llevar mucho dinero y gastarlo en joyería, dulces con arequipe, artículos de piel o ropa pintada a mano; pero yo sólo compré unos dulces y una bolsa de piel con un trabajo que se llama “mola”, que consiste en hacer un adorno con telas de colores vivos sobrepuestas una sobre otra. Lo hacen los indios “cuna”, que son parte de la población indígena colombiana.

Fuimos a comer a “Casa Vieja”, que es precisamente una casa antigua convertida en restaurante, lo cual le da un ambiente sumamente acogedor. Ahí seguí probando cosas típicas colombianas, como el “plato campesino” que es un guisado de carne, papas, salchichas, tomate, el cual se sirve en una olla de barro con un cucharón de madera. Para la digestión pedí un “aromático” que me trajeron en una taza de cerámica pintada a mano, y traía trocitos de frutas y hojas de menta. Mi primo dijo que aquello parecía una “ensalada con agua caliente”, pero a mí me supo delicioso y a mi pancita le cayó fenomenal.

El día siguiente era mi último día en Bogotá. Ya se había ido toda la familia, así que tenía que aprovechar el día yo sola. Me gusta mucho la compañía de personas a las que quiero, pero también disfruto mucho mis ratos de soledad; me caigo bien, vamos.

Decidí visitar “Monserrate”, el cerro más conocido de Bogotá puesto que en la cima se puede apreciar una de las mejores vistas de la ciudad.

Tomé el funicular para subir. Siempre me han gustado los funiculares, siento que subo como en un túnel hacia otra dimensión, hacia un lugar lejos del bullicio urbano, donde uno de da cuenta de la prisa que tenemos en nuestra propia vida, y donde tenemos la oportunidad de hacer una pausa y reflexionar…

Llegué a la cima. El aire era fresco, húmedo y una enorme nube gris amenazaba en el horizonte. No importaba, yo estaba ahí, a más de 3 mil metros de altitud, admirando la ciudad y sin nada más que hacer que disfrutarlo.

En uno de los puestos de artesanías me bebí un té de coca. El sabor es algo amargo y terroso, parecido al té rojo. No sé qué efectos tenga, pero yo lo sentí bastante reconfortante.

Entré también a la iglesia de “Nuestro Señor de Monserrate” y lo que más me llamó la atención fueron las placas que ponen los fieles como agradecimiento a los favores recibidos. Los había desde agradeciendo un buen resultado en una operación hasta el que agradecía por los papeles de residencia en Estados Unidos o el lugar para el niño en el colegio.  Ver estas cosas siempre me causa algo de ternura, hay entre todas esas palabras, algo de inocencia que no vemos en cualquier parte.

El tramo de bajada lo hice en el teleférico (el funicular es como un tren que va subiendo por unas vías, y el teleférico es la cabina que va colgada del cable), y luego me dirigí  a la Quinta de Bolívar, que es una Casa-Museo donde vivió el libertador después de conseguir la independencia de Colombia (y varios países más).

Tengo que destacar la música que escuchaba el chofer del taxi en el que regresé al hotel. Era música cristiana-guapachosa, que me provocaba entre sorpresa y risa. Nunca había escuchado “la palabra de Dios” al ritmo de cumbia. Si tienen curiosidad, pueden buscar en YouTube a “Los Hijos del Rey”, que es uno de los grupos más famosos de ese tipo de música.

Así acabó mi visita a Bogotá, que la verdad es que me dejó muy buen sabor de boca (a arequipe y patacones, específicamente). Me quedo con la sonrisa de su gente, con el musical “sí señora” y con la idea de la frase que ahora tienen para promocionar el turismo en Colombia: “EN COLOMBIA, EL RIESGO ES… QUE TE QUIERAS QUEDAR”.

25 comentarios

  1. Soy colombiana pero no conozco «el aromática» sino la aromática (agua aromática), tampoco conozco las «congeladas» de lulo, aunque por supuesto que el lulo sí.
    Otra aclaración: nuestros tamales también son de maiz solamente que en algunas regiones a la masa de maiz le agregan arroz cocido como otro ingrediente más pero la base habitual es el maiz.
    Cuando se va a pagar se cancela…la cuenta, Es decir, se anula la misma pagándola. Curiosidades !!!
    Se agradece que una visitante extranjera se haya ido con tan buena impresión de la ciudad y que al compartirla motive a otros/as a venir a visitarnos.
    Gracias Josefina!

    Me gusta

  2. Felicidades Finny por el relato , lograste captar mi atencion desde el principìo despertando la imaginacion y deseo de ir a esas tierras tan bonitas, aun cuando el lenguaje sea el mismo las expresiones cambian en cada pais, por lo que leo a todos les encanto lo de cancelar la cuenta, creo que con esa frase siempre recordaremos tu relato de Colombia

    Me gusta

  3. Me encanta el relato, la descripción de los lugares es tan rica, que parece que estoy ahí, hasta me imagino los olores de la comida!!!
    Muchas felicidades Finny!!

    Me gusta

  4. Me encanta leer tus relatos. Magicamente me transporto a ese lugar y vivo a todo color cada cosa y detalle que sucede. Es como si hubiera estado ahi!!!! Claro que me encantaría estar juntas en alguno de esos viajes maravillosos, que seguramente sería un viaje divertidamente inolvidable.

    Me gusta

  5. Me parece muy simpático lo que sucede siempre en los viajes con el significado de las palabras de cada región, en esta ocasión con lo del tinto, aromático y lo de cancelar la cuenta.
    Por otro lado, se antoja visitar todos los lugares que describes con tanta sensibilidad y sencillez.

    Me gusta

  6. Vivo en Estados Unidos. Cuando alguien viaja a Colombia de aqui no se escucha otra cosa mas que: Ten mucho cuidado, ya sabes, con los narcotraficantes y raptos que hay por alla, asi que yo invito a muchas personas a leer este hermoso relato que nos da otra perspectiva de la belleza de un pais como Colombia. Enhora buena mi querida Finny, excelente trabajo! Norma.

    Me gusta

  7. Bueno, pues me pudo encantar!! Me hizo reír la parte de «cancelar» la cuenta… jaja!! Es claro que cada país/región tiene diferentes formas de decir lo mismo… aún cuando todos hablamos español!! Me encantó!!

    Definitivamente me dio una pincelada del color de Colombia y me tengo ganas de ir y conocer igual!!

    Felicidades!!

    Me gusta

  8. Maravilloso relato que nos transporta a esos bellos lugares que tan bien sabes describir. Enhorabuena, por el fantastico viaje que tu hiciste, y por el estupendo viaje que a mi me hiciste tener simplemente leyendo tu cronica.

    Me gusta

  9. Es una delicia leer este relato, disfruta uno paso a paso el viaje y pareciera que esta uno ahi!! Muchas felicidades a Josefina Lazo por hacernos pasar con sus relaton un rato tan agradable haciendonos viajar con ella por unos momentos!! FELICIDADES!!!!

    Me gusta

  10. Excelente relato de Josefina Lazo, nos hace sentir que viajamos con ella del como nos pinta cada lugar que visita. El riesgo para mi de leer este relato fue EL QUERER IR A CONOCER!!!!!Definitivamente conocer Bogotá estará en mi lista de «cosas por hacer»

    Me gusta

  11. Nunca he viajado a Colombia. Sucede que es un país que, hasta ahora, no me había llameo la atención. Este relato lo pone frente a mi desde otro punto de vista. Muchas visitas queahora quiero hacer y el gusto de la gente que la autora se encontró en el lugar. Eso tiene el relato, lugares a visitar y encuentros con la gente del lugar. ¿Qué no es así como hay que viajar?

    Me gusta

  12. Dentro de las descripciones expresadas se realiza un viaje imaginario a una gran ciudad, tu relato invita a conocer y sobre todo a degustar de la comida colombiana, es muy detallista, y en poca palabras explicas muy bien la cultura y para los que conocemos, nos trae grandes recuerdos y sí .. ganas de volver….. Su

    Me gusta

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.