30 de julio de 2017
Melbourne (Victoria, Australia)
La Colocha errante
El animal preferido de mi amigo Alberto es el ornitorrinco, de nacionalidad australiana y el único mamífero que junto con la equidna pone huevos. El platypus, dicho en lengua bárbara, es una suerte de cabeza de pato con pico flexible (¡!) encajada en un cuerpo con cola de castor y patas de nutria, lo que viene siendo un mr. Potato de entorno acuático. Imagino que esta criatura es el resultado de unir el stock de partes anatómicas de otros animales, hasta el punto de que los primeros naturalistas europeos que pisaron tierras australianas creyeron que era una falsificación semejante a una muñeca Barbie con cabeza de Nancy y bracitos de Barriguitas. Añadir también que el platypus macho tiene un espolón en sus patas traseras que libera veneno, dato nada sorprendente en el elenco de fauna australiana, diseñada para matarte o hacerte mucho daño.
Su rareza le convierte en un animal fascinante, hasta el punto de que Alberto y yo habíamos programado un viaje por las zonas de “superpoblación de ortnitorrincos” de Australia para avistar este peculiar animal en su hábitat natural. La tarea no era baladí, pues es un ser tímido extremadamente difícil de ver. Sin embargo, nuestro plan en común se truncó, así que me tuve que enfrentar sola a la persecución y captura de este sueño.
El primer paso consistió en recabar toda la información posible sobre zonas con mayor probabilidad de ver un platypus en libertad. Para ello no hay nada como trabajar en un pub y recurrir a la valiosa herramienta de la tradición oral. De acuerdo a la mayoría de los locales, mi única alternativa era un zoo. De acuerdo a mi respeto hacia los animales, mi única alternativa no viable era precisamente el zoo. Tras el sondeo realizado a una quincena de personas, calculé que necesitaría una vida entera en Australia para ver a un platypus en plena naturaleza, pues la mayoría de adultos a los que pregunté habían tenido la suerte de poder ver tan solo uno en estas condiciones. La conclusión que obtuve planteaba un problema práctico considerable, ya que entre mis planes no estaba jubilarme en tierras australes.
Así las cosas Nick, asiduo del pub, me propuso un par de soluciones: Tasmania y/o el lago Elizabeth. Con respecto a la primera opción, Nick dio con un colega tasmaniano que aseguró haber visto varias veces una pareja de ornitorrincos en Cascade Gardens, Hobart (Tasmania). Repito, varias veces y no uno, ¡¡dos ornitorrincos!! ¡¡Eso disparaba las probabilidades de éxito escandalosamente!! Contacté con él para que me diera las coordenadas precisas del objetivo con ayuda de Google maps. El resultado: un cuadrado azul en medio de un parque sito en frente de una cervecería. Suficiente. Seguramente los exploradores de la Europa del XIX tenían menos información previa que yo en sus apasionantes viajes. Así las cosas, reservé un vuelo en las fechas de mi cumpleaños, porque en el fondo soy una sentimental, y allí que fui. Cuatro noches, cinco días. Fingers crossed.
Las dos primeras noches las pasé en una casa de montaña con un couchsurfer que aceptó generosamente alojarme. Al margen de las excepcionales rutas que hice en Wellington park, todavía siento escalofríos recordando el frío que pasé. Cuando me despedí me deseó suerte en mi empresa, seguramente extrañado de haber topado con una loca obsesionada con los ornitorrincos, puesto que obviamente también le pregunté si conocía algún lugar cercano donde poder dar con este elusivo animal.
Las dos últimas noches estuve en casa de otro couchsurfer en Hobart. Este huésped se quedó todavía más extrañado con lo motivos de mi visita, no entendía cómo alguien podía estar más interesado en ver un platypus que el demonio de Tasmania. De camino a su casa desde las montañas tasmanianas, cuya gelidez está harto infravalorada, decidí hacer la primera parada en Cascade Gardens. El trayecto lo hice en autostop, gracias a una encantadora pareja a las que les solté el trillado discurso del platypus. Confirmaron la información de mi fuente acerca de la presencia de un par de ornitorrincos en un cuadrado azul, e incluso dijeron haberlos visto. Sus comentarios impulsaron mis esperanzas y, todo sea dicho, mi ritmo cardíaco. Bajé del coche con los bártulos y la cámara preparada y fui directa al parque.
El cuadrado azul resultó ser una pequeña presa rodeada de una valla fácilmente saltable. Pronto atardecería, una hora perfecta para ver a un platypus (o dos…) emergiendo de las turbias aguas mientras saluda a los telespectadores con una de sus patitas de nutria. Increíble. Había algunas personas sentadas tranquilamente en el césped, a las cuales por supuesto pregunté si por casualidad habían visto algún platypus paseando por ahí. Nada. Una pareja que sacaba al perro a diario por el parque aseguró haberlos visto en alguna ocasión, pero llevaban un tiempo sin aparecer. Francamente, de seguir con la búsqueda por más tiempo, podría haber sido contratada por la unidad de investigación de desaparecidos de la policía.
Esperanzada de abrazar mi sueño y con el apoyo de medio Hobart, me senté a esperar. Y esperé. Y esperé. Y esperé… Y un par de horas después había anochecido y no había visto ni un pato.
Con el ánimo decaído y el corazón roto, decidí haber llegado el momento de gestionar el trayecto a la casa del couchsurfer, al cual había avisado de que tenía una cita con un platypus y llegaría tarde. Descartado el autobús, recurrir al autostop y confiar en la bondad de algún conductor. En poco tiempo paró un hombre de inspiradora confianza que se ofreció a llevarme. Una vez en el coche, esperé dos minutos y entonces conté mi historia para desahogarme. El conductor, de probada paciencia y franca bondad, intentó consolarme señalándome algunos puntos del río Derwent donde la suerte quiso que él viera un platypus, pero seguía pareciéndome más práctico el cuadrado azul.
Una vez hube llegado al destino, el couchsurfer me recibió con una lasaña casera y un poco de charla. Probablemente fue lo mejor que comí en cinco días, pues entre el platypus y las excursiones, invertí poco tiempo en organizar mis dietas. Nos retiramos pronto a nuestros aposentos.
A las 5.30am sonó el despertador, después de una noche de sueño agitado preocupada por no llegar a tiempo al cuadrado azul. Salí lo antes posible a probar nuevamente suerte con algún paisano que se ofreciera a llevarme lo más cercano a los jardines. Paré a varios coches, pero ninguno se atrevió a aceptarme como pasajera. Tras mucho reflexionar, concluí que es mejor hacer autostop en hora vespertina, seguramente porque por la mañana uno va cabreado al trabajo y con nulas ganas de entablar conversación con desconocidos (menos aún si estos son de dudosa estabilidad mental), mientras que por la tarde uno se siente más relajado tras el éxito de haber sobrellevado un día más y acercarse el fin de semana.
Ante la ausencia de un conductor animado a primera hora de la mañana, de autobús, de taxi e incluso casi de esperanza, decidí optar por Uber, que finalmente me dejó en el parque a las 6.30am aproximadamente. Eché a correr hasta la presa, salté la valla y me parapeté en una placa de hormigón con un saco de dormir y un desayuno consistente en “pillo cualquier cosa del súper para salir del paso”. Embutida en el saco de dormir debido a la temperatura cuasi ártica de Hobart, no despegué la vista del agua hasta que se hizo lo suficientemente tarde como para levantar campamento. De lejos seguramente parecía una oruga con rizos devorando galletas, o simplemente una enajenada mental que inspiraba, en el mejor de los casos, lástima. A pesar de los esfuerzos, no hubo ni rastro de la pareja. Eso sí, en esta ocasión vi patos.
Sin entrar en detalles de la inquietud que se acrecentaba en mi ser, decidí dedicar el día a visitar el Museo de Arte Contemporáneo (MONA). Por lo menos tenía la certeza de dirigirme al sitio y ver lo que buscaba, realidad bastante distante cuando optas por querer ver un platypus. Cuando finalicé la contemplación de obras tales como una polla de plástico gigante (bajo el eufemismo de “monumento orgánico”, cuando aquello era clarísimamente un falo enorme), una habitación amarilla con puntos negros o un plato con peces nadando y un cuchillo, resolví volver a la carga. Pasé por una tiendita frente al museo para comprar un par de cervezas marca Cascade gardens (fiel a mi obsesión) y conseguí volver al sitio combinando transporte público y autostop.
Ahí estaba de nuevo (yo, no el platypus), esta vez con cerveza y disfrutando del atardecer. Un día perfecto, y también para un platypus que decidiera dignarse a aparecer y sentarse conmigo a disfrutar de una inolvidable puesta de sol. Incluso le habría ofrecido una cerveza. Pero nada. La noche hizo su aparición y tuve que volver a casa del couchsurfer.
Un par de chicas me dejaron en la estación, donde pude coger un autobús que me dejaba a escasos metros de mi destino. Y aquí hago un pequeña digresión para confirmar la validez de la teoría del autostop, pues en horario de tarde no tuve inconveniente alguno en encontrar víctimas al volante que me dejasen en un lugar de mi conveniencia.
El día siguiente lo dediqué a viajar hasta Port Arthur, haciendo una parada en Tasmanian Devil Unzoo para conocer este curioso proyecto y las condiciones de vida de los animales. Traté de volver a Cascade gardens antes o después de la excursión, pero me fue imposible coordinarlo. Tenía que reconocer mi derrota, al menos en Tasmania…
Después del fracaso de esta misión, faltaba probar suerte en el lago Elizabeth meses después. Bruce, un guía experimentado, garantizaba un 95% de probabilidades de éxito en este lugar. La excursión consistía en una corta caminata hasta el lago y un paseo en canoa. Amanecer o atardecer. Tres horas. 85 dólares.
Engañé a cuatro amigos para que me acompañaran en este segundo intento a la desesperada. Debido a que el lago se ubica en plena Great Ocean road, reclamo turístico del estado de Victoria, mi coartada consistía en hacer la excursión al atardecer, pernoctar en Forrest, y completar la ruta al día siguiente (reconozco les vendí muy bien la magnífica oportunidad de ver koalas en libertad en Kenett river, gratis, y con una garantía del 100%).
Llegó el día. Me levanté con mensajes deseándome suerte y mis amigos preguntándome si había sido capaz de conciliar el sueño. Quedamos con Bruce a las 15.30h en frente de la cervecería del pueblo de Forrest. Por si acaso alguno se lo ha preguntado, desconozco la relación existente entre la cerveza y el platypus, pero dudo que sea mera coincidencia.
Aparcamos el coche a la entrada de la ruta y anduvimos unos 10 minutos hasta el lago. Durante el camino traté de hacer algunas preguntas al guía, pero resultó ser bastante parco en palabras y sus respuestas vagas, así que decidí cerrar la boca. Llegados al lago, el entorno era soberbio; frente a nuestros ojos teníamos una mancha de agua decorada con árboles muertos debido a la inundación del valle que hace cincuenta años formó el actual lago (con sus ornitorrincos). A nuestro alrededor, interminables eucaliptos acariciaban las luces del atardecer.
Nuestro amigo Bruce preparó las dos canoas amarradas en el muelle para una familia de cuatro y nosotros. Sentada en primera fila y tensa como toda excitante primera vez, me pegué los prismáticos a la cara y dejé la cámara con teleobjetivo en la otra mano. En ese momento, el guía parco en palabras comenzó a hablar, imagino que para dar alguna explicación. Bravo por Bruce y su decisión de iluminarnos sobre la vida y obra del platypus en el cenit de la excursión y hablando al cuello de la camiseta para evitar espantarlos. No podría haber hecho la introducción antes, tenía que ser en plena experiencia y en frecuencia de onda audible para los peces.
De repente, el movimiento comenzó a romper la planicie del lago; ahí estaban, “a las doce”, “a la una”, “a las once”… Cardíaca y en vista de que los prismáticos me devolvían la escena de una mancha plateada con forma de platypus, me decanté mejor por la cámara, más fiel a la realidad cromática del entorno. Gracias a las fotos de Internet y a los vídeos de Youtube, reconocí fácilmente la silueta a varios metros de distancia, aunque más que un animal parecía su espectro o sombra. De hecho, mi mejor foto parece el montaje de Nessy en el lago escocés… Por añadidura, desconozco los ocultos motivos de mi querido amigo Bruce de virar el bote y dirigirse hacia el muelle para luego virar de nuevo, cuando la fiesta estaba en medio del lago. Espero que tuviera razones profesionales y no fuera una torpeza por su parte, porque francamente desconozco la causa de su estúpida decisión.
Al terminar la excursión, confieso sentirme un poco decepcionada, fundamentalmente porque cuando comenzaba a disfrutar de vislumbrar una sombra, en seguida ésta se sumergía rápidamente. Y tuve suerte, mis amigos no pidieron mi cabeza, porque dos de ellos ni siquiera tenían zoom o prismáticos y mi egoísmo me impidió prestarles las únicas posibilidades de ver mi sueño (o su sombra).
Una vez en Melbourne conté la aventura a mis compañeros de piso, australianos. Cuando les revelé la pequeña decepción, rieron mientras me preguntaban si esperaba a un platypus subiéndose conmigo a la canoa para un selfie. Y es que el ornitorrinco es un animal tímido, extremadamente complicado de ver en su hábitat y por ello, muchos australianos solo lo han visto una vez en su vida. Así pensado, soy afortunada, pues vi no solo uno, si no varios, y en menos de un año de estancia en Australia.
Por lo tanto, cuando mi amigo Alberto dijo que la foto que le enseñaba se trataba de un gargajo en medio de lago… Yo solo puedo concluir que se trata de envidia. Y de envidia de la mala, además.
Categoría: Relato de Viaje
No se si quedó reflejado el anterior comentario, pero por si acaso vuelvo a ponerlo.
Tras vivir varios días al lado de la colocha errante solo puedo decir que es increíble y ganara ponlo este premio, yo le doy todos los premios. Un besazo colocha
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Muy bueno. Mantiene un buen ritmo y la narración es rica. Además… Es divertido. Con lo que eso cuesta.
Felicidades, suerte en el concurso.
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