¡Paris! ¡París! ¡París!. Autor: Rafael Restaino

                                       J’ai deux amours

                                      Mon pays et Paris.

                                    Par eux toujours,

                                      Mon coeur est ravi.

                                                            Madeleine Peyroux

 

El París imaginario

París es una ciudad que está metida a fuego en nuestro espíritu. No existe otra ciudad en el mundo que haga estallar todo tipo de fantasías  como lo hace París. Y puedo asegurar que no existe una sola persona, a lo largo y a lo ancho de nuestro país, que haya leído algunos libros o haya visto películas o  apreciar la pintura y la música que no sueñe con París ¿Quién no ha querido caminar tomando de la cintura a la amada sintiendo la magia del río Sena que  cruza a esta ciudad exultante?  

Yo viajé por esta ciudad de todas las formas posibles. Lo hice como un estudiante colonizado como lo estamos la mayoría en esta parte del mundo, donde los libros de historia nos hacen amar mucho más a cualquier ciudad de Europa que a nuestros mágicos pueblos de esta hermosa Argentina. Lo hice viajando imaginariamente de adolescente desplegando en las noches del invierno de mis veinte años un gigantesco mapa sobre la mesa de la cocina. Lo hacía cuando mis padres y hermanos se iban a dormir. Miraba embelesado ese mapa, bebía vasos de ginebra y fumaba de manera desmedida. Por medio de ese procedimiento y lleno de entusiasta  recorría las calles y memorizaba los nombres y los lugares donde había acontecido algún episodio llamativo. Y así viajé por París esas noches donde la soledad competía con mi sombra. Lo hice leyendo Rayuela, esa novela de Julio Cortázar, que huele y se respira a esta ciudad caminada por la Maga y su Horacio; y leí toda la obra traducida al castellano de Henry Miller y con verdadera fruición me dedique a leer a Hemingway, quien se instaló en París por primera vez entre 1921 y 1926. Un lugar donde vivió junto con los integrantes de la llamada Generación Perdida, el ambiente intelectual y bohemio que expuso en su libro “París era una fiesta; y ni hablar de  Edward Rutherfurd, ese gran maestro de la novela histórica que me ofreció un retrato épico y deslumbrante de París, que salta a través de los siglos, ya que teje los cuentos de familias cuyos destinos están mezclados con la Ciudad de la Luz.

En esos viajes imaginarios yo solía trasladarme de manera primordial a la orilla izquierda del Sena, y viajaba desde las aceras del Barrio Latino hasta las bóvedas de la Sorbona, donde hay una constelación de refinados locales y tascas truculentas, cuya fauna atraviesa las viñetas de Pierre Van Hove y Alessandro Tota. 

Todo este barrio está cargado de historia literaria, con lugares como el piso donde vivió James Joyce, al final del pasaje del 71 Rue du Cardinal Lemoine. En ese lugar realizó ese enorme esfuerzo de llevar adelante la última corrección de su Ulises. En el número 74 de esa misma calle vivió Ernest Hemingway con su primera mujer, Hadley, entre enero de 1922 y agosto de 1923. Debajo estaba el Bal au Printemps, un bal musette (baile popular) en el que se inspiró para describir el lugar en el cual Jake Barnes se encuentra con Brett Ashley en Fiesta. Pero aunque vivía en esa dirección, Hemingway escribía en la buhardilla de un hotel cercano, el 39 de la Rue Descartes, el mismo en el que murió Paul Verlaine (1844-1896). 

Por ese circuito callejero se encuentra el más literario de los paseos. Es el del barrio de Saint Germain. Se debe seguir el curso del Sena hacia el oeste y pasando por delante de los famosos bouquinistes (libreros de viejo) que tanto le gustaban a Hemingway. No en vano en el mapa lo tenía marcado con una cruz. Ahí solía apoyar mi dedo y lo hice tantas veces que sin haber estado nunca el Beat Hotel (actualmente el Relais Hotel du Vieux París), donde se alojaban en la década de 1950 Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William S. Burroughs me era tan pero tan familiar y podía describirlo puntillosamente.

Algunas noches me dedicaba a recorrer el barrio Montparnasse a sabiendas que esas calles habían sido caminadas por los Montparnos, como se los conocían a Chagall, Modigliani, Léger, Soutine, Miró, Matisse, Kandinski, Picaso, el compositor Stravinsky y los escritores Hemingway, Edra Pound y Cocteau. Todos ellos frecuentaban los cafés y restaurantes que dieron fama a estos centros creativos hasta la mitad de la década de 1930. 

Debo decir que siempre vuelvo a esta ciudad. Vuelvo de una u otra manera. Es que aquí es bien posible tener ese minuto de alumbramiento y escuchar voces que surgen desde lo antiguo.

 

Primer viaje a París

Físicamente la primera vez que visité la ciudad de París lo hice acompañado por mi amigo el artista plástico Ricardo Juárez, quien expuso sus cuadros cargados de nuestro paisaje llanero en Maison de la Musique de Nanterre.  Una experiencia inolvidable que fue posible gracias a Carlos Molinaro, ese amigo de siempre, que nos permitió estar en su departamento quince días gloriosos en ese septiembre de 2011. Fueron quince días de paseos, de historias, de vino, de quesos, y música. Mucha música, es que Carlos es un eximio concertista de guitarra. Aquí, en este pequeño departamento, nos visitaron entre otros el hacedor de máscaras venecianas, Tito Jiménez, el artista plático Abel Robino, el cineasta brasilero Anton Souza y el vendedor de globos Américo Suñer.

En este primer viaje con Ricardo nos hicimos expertos en viajar por medio del Metro. Es bien sabido que esta ciudad  tiene un mundo subterráneo exuberante. Son miles los kilómetros de túneles que componen las redes del sistema de este tipo de transporte y, además, cuenta con el  alcantarillado más antiguo y complejo del planeta. A eso hay que agregarle canales y embalses, criptas y bóvedas bancarias, cavas convertidas en centros nocturnos y galerías. De todo ello lo que más impresiona son sus carriéres, antiguas canteras de piedra caliza que se extienden en una trama profunda y enrevesada bajo numerosos vecindarios, sobre todo en la parte sur de la ciudad. Yo los conocía debido a mis imaginarios recorridos  realizados en mi viejo mapa, pero nunca podría acercarme, ni siquiera aplicando la mayor fantasía, a milésimas de lo que se presentaba a mi vista.

A estas impresiones que nos daba ese mundo, parecido a un enorme queso gruyere, que conocimos gracias a que todos los días viajábamos de París a Nanterre, debemos agregar los museos y los jardines. Pero un punto destacado es ese departamento pequeño y gigante a la vez, ese departamento de Carlos, es que me permitió una noche ver -igual al poema de González Tuñón-  como en un alto balcón se amaban un muchacho y una muchacha.

¡Siempre quiero volver a París! ¿Quién no quiere? y tuve la oportunidad de volver y como siempre sentí que aquí, sobre todo en Montmartre, es decir, en el departamento de Carlos, podría estar cómodamente instalado a lo largo de años, dedicado a descifrar los aromas y el latido de los deseos de esta ciudad luz.

 

Hay Muchos París

París es mucho más que sus jardines, sus plazas, sus museos, sus cafés que nos hace recordar el nombre de un amor imposible. Es algo más que los palacios cubiertos de historias y de  leyendas increíbles. Es mucho más que esos andenes del metro que señalamos como un lugar exacto para dar un beso. Mucho más que la Torre Eiffel, esa misma que el poeta chileno Vicente Huidobro supo decirle: 

 

Torre Eiffel
Guitarra del cielo
Tu telegrafía sin hilos
Atrae las palabras
Como un rosal las abejas.

 

París es mucho más que el Louvre, ese museo donde se encuentran  tres  de las más importantes obras de la humanidad: la Venus de Milo, la Coronación de Napoleón y la Mona Lisa. Y no tenemos dudas en decir que es mucho más que Los Inválidos, la Concordia, Pigalle, Notre Dame, con sus endemoniadas gárgolas. Y es más que esos amores que resurgen detrás de cada esquina y esa música que espera cada noche de luna.

¡Es éso! Es todo eso, pero es mucho más. Es más que Claude Monet, que eligió vivir en  Giverny la mitad de su vida y es más que  La Sorbona, que el Panteón de Hombres Famosos, que el Arco de Triunfo, y que la tumba de Napoleón. París es un lugar para abrazarse y caminar juntos, mirando cómo se desplazan las barcazas por el sereno Sena. Es el lugar preciso, podría decirse el lugar exacto de nuestro planeta para decirle a la amada todo el amor que se le tiene.

Igual a todas las grandes ciudades y, sobre todo, en estas ciudades imperiales es difícil atraparlas en su totalidad. Por eso no es ninguna exageración decir que hay muchos París. Hay un París de noche que es un mundo en sí mismo. De noche se parece a un relato salvaje de Miller o a un solo de Charlie Parker. Los bares, los cafés y esas calles mojadas se meten de manera insolente en el espíritu de cualquier sensible. Esos cafés donde estuvieron Balzac o Racine y, más tarde, Picasso y la corte existencialista de Jean-Paul Sartre. París se encuentra en los cafés que hacen recordar ese texto de Hemingway “Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche.”

Y los olores. París puede encontrarse por los olores como el olor a orina en las callecitas de Montmartre, que se le meten a uno por todos los rincones. Pero también es el olor de la baguette parisina,. Olores a café, a humo, a perfumes y a París. Existe siempre, de día y de noche,  un indescriptible olor a París.

París de noche es el Molin Rouge de la mano de Toulouse-Lautrec que sigue estando en ese lugar, es sentir en lo más profundo el “Non, Je ne regrette rien / ni le bien qu´on mi a fart, ni le mal / tout ca mi est bien égal” que gime la Piaf; y de noche se encuentra la posibilidad de besar y de acariciar amorosamente a la amada. Acariciarla, besarla, nada menos que en esta ciudad de Paul Eluard. Pero también es sentir, caminando sobre los mojados adoquines que brillan por la luna, que además del amor en estas calles estrechas con sus olores y fragores, junto a murmullos ensordecedores y corazones alegres, también acecha la angustia, la nostalgia y el desasosiego como en cualquier otra ciudad del mundo. Para ello basta ver esos pasos sin brújula y la cantidad de clochard en las veredas, bajo los puentes o en la estación ferroviaria.

 

París con sol

Los catorce días que pasamos con Marita en París, estuvo el sol de ese setiembre de 2011 a pleno. Y ese sol bien parisino hacía que todo brillara un poco más y que los cafés y los bulevares estuviesen llenos de vida, llenos de turistas. Es bueno dejarse estar en un café, sin necesidad de hablar  y ver la vida pasar y que se entierren de a uno los recuerdos confusos y ver alegre como el asombro se instalaba, cómodamente, en las pupilas de ella. La necesidad de movernos hizo  que apareciera la peregrina propuesta de ir al Museo Orsay o ir de nuevo a Louvre. Pero vence ese estar gratificante y único de mirar por mirar. No dudaría en poner ese momento en un libro de estampas, en ese libro que el tiempo encuaderna. Son esos momentos distantes, pequeños, simple, de horas lentas, de tonos brillantes, como un carretón recién pintado. Son instantes de maravillas, muy difíciles de repetir. Por momentos sacudimos la pereza y caminamos algunas cuadras y subimos lentamente las escaleras de la Basilique du Sacre Coeur para ver maravillados los tejados inclinados y llenos de chimeneas y antenas que acarician el horizonte y las pequeñas ventanas que se iluminan y muestran trazos domésticos en sombras chinescas. El recorrido por ese lugar nos permite ver esas bohardillas tan pequeñas, de unos pocos metros cuadrados, pero encierran seguramente tantas historias pasadas y procuran tantas venideras, que uno no puede dejar de pensar que deberían ser conservadas como un ecosistema de vida.

Caminamos y bajamos alegres los escalones de esa cansadora escalinata para volvemos a sentar. Desde ese lugar me permito aseverar que en pocos lugares a plena mañana de sol vi tomar tanta sidra y tanto vino. Es que en pocos lugares del mundo la historia y la belleza se entrelazan con sabor a vino y a sidra como en París.

Cuánta razón tuvo Henry Miller en decir: “Y Dios sabe que, cuando la primavera se acerca a París, el más humilde de los mortales ha de sentir que vive en el paraíso.”

 

París es el departamento de Carlitos

Es imposible verlo todo en esta ciudad. Son muchas cosas que nos quedaron en el tintero. No vimos el  París en invierno y con nieve  y ni siquiera París con lluvia. No alcanzamos a recorrer sus alrededores donde están  los chateau, palacios o castillos como el de Malmaison, el Castillo de Chantilly o la pequeña comuna de Saint-Denis.

No pudimos llegarnos hasta la tumba de Cortázar, ni recorrer en su totalidad el Louvre, ni sentarnos en un restaurante de cierta categoría. ¿Cuántas cosas? Es imposible recorrer o conocer en unos pocos días una ciudad como París. Puedo decir que exploré en sus vinos y en sus quesos y en los aromas mucho más de lo posible. Pero es mucho lo que queda  por ver y aprehender de esta llamada ciudad luz.

Nos quedó visitar El Satellite, ese bar, ese búnker secreto, tan registrado en mi mapa. Un lugar que los parisinos se reservan para sí y se llegan a ese lugar para escuchar merengue, flamenco o alguna vieja chanson française…

Aquí me hubiese gustado decirle a ella, mi compañera de toda la vida, mientras sonaba alguna canción francesa: 

 

En esta noche cargada de paisajes

En esta alegre noche parisina

Golpean y golpean en mi pulso

Las sílabas tiernas de tu nombre”.

 

Es que estoy plenamente seguro que ese era el lugar para decir un poema de colores suaves y apresar, de una vez por todas, sus vientos ávidos de palabras.

También fue decepcionante saber que no se podía recorrer las cavernas y túneles, esos pasadizos que sirvieron de madrigueras a un grupo clandestino muy diferente que fueran conocidos como “catáfilos”.

“Todo no se puede” como suele decir un amigo. Pudimos entre otras cosas jugar a perdernos o caminar sin objetivos en esta ciudad. Este juego me permitió en una oportunidad caminando libremente  hacia el sur descubrir en el 58 de la Rue de Vaugirard, la casa donde F. Scott y Zelda Fitzgerald vivieron en 1928. A pocos pasos del 27 de la Rue de Fleurus, la residencia de Gertrude Stein, quien recibía a artistas y escritores como Matisse, Picasso, Braque, Gaugin, Fitzgerald, Hemingway y Ezra Pound, quien vivió en el 70 bis de la Rue Notre Dame des Champs, en un piso lleno de cuadros japoneses y cajas de embalaje.

Es que cada cuadra, cada casa está llena de historia, de añoranzas y no puede ser de otra manera porque  París fue caminada por Balzac, por Cortázar, por Sartre por decir algunos nombres y ni hablar de Picasso y todo su sequito y de los músicos, porque París también es música y basta ese bandoneón solitario gimiendo a la vera del Sena para saber que aquí la música es más música. París es mucha cosa, pero si yo debiera hacer una síntesis apretada diría que es el departamento de mi amigo, el concertista de guitarra Carlos Molinaro. Eso es para mí París. Vamos a decir que no es cualquier departamento, ya que está en el corazón mismo de Montmartre y tiene una ventanita que permite ver casi en su totalidad ese coliseo que es la Basílica de Sacre Coeur y esos techos de pizarra tan parisinos.

París es ese departamento donde cocinamos tallarines hechos con nuestras propias manos, donde Carlos ejecutó, inspirado en su guitarra, a Piazzola, a Yupanqui, a Tárrega, donde bebimos más de lo debido y hablamos largo y tendido de nuestra pasada adolescencia.  Paris es, sobre todo, un amigo como Carlos. ¡Ah! París, París, París. Ciudad que late en mis sienes y que se ha anidado en mis ojos desde el amor primero como ninguna otra.

Hemingway supo decir que si uno tuvo la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará vayas donde vayas. Yo creo que a cualquier edad podrías conocer París y siempre te acompañará por el resto de tus días.

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