Hechizo en Yemen. Autor: Santiago Fernández Reviejo

Aterricé en Saná, la capital de Yemen, un mes de febrero. Lo recuerdo perfectamente porque es la temporada de los dátiles culma, considerados como los más sabrosos del mundo y que sólo se dan en esa época del año. Yo acababa, además, de llegar de La Meca, donde había pasado unos días presenciando los rituales de las peregrinaciones que concentran en esa ciudad saudí a miles de personas procedentes de todas las partes del planeta y dejan los mercados medio desabastecidos. Tenía el cuerpo dolorido de tantos empujones y pisotones entre la muchedumbre de La Meca y estaba realmente loco por llevarme a la boca uno de esos apetitosos dátiles. Lo recuerdo por eso y porque, cuando iba deambulando tranquilamente por el zoco central de Saná echándole el ojo a la mercancía que ofrecían en los puestos, escuché de pronto que alguien a mis espaldas me llamaba a gritos como si se estuviera acabando el mundo.

-¡Faltrica! ¡Faltrica!

Me di la vuelta algo asustado por los gritos y vi, entre el gentío, a un tipo con los brazos abiertos y una sonrisa absurda en el centro de una cara colorada como una gamba. Era Sean, el pesado irlandés al que había conocido unos años antes en las las playas de Goa, en la India, en una fiesta de melenudos occidentales que se pasaban los días buscando las verdades del karma entre atracones de todo tipo de sustancias psicodélicas. Intenté hacerme el loco, pero era demasiado tarde. Ya lo tenía encima dándome un abrazo tan fuerte que casi me corta la respiración.

-¿Qué tal, Sean? Qué sorpresa. ¿Qué haces por aquí?, le pregunté intentando no parecer desagradable.
-Siguiendo tus pasos, Faltrica, me respondió él, echando una carcajada que me resultó fuera de lugar.

Lo malo de viajar solo es que a veces tienes que juntarte con pesados como Sean. Aparecen de repente en un país donde no conoces a nadie y te ves obligado a compartir con ellos un tiempo, a veces días, hasta que encuentras la forma de darles esquinazo sin que se se den cuenta. Pero ese día yo estaba muy cansado después de haber sufrido las aglomeraciones de La Meca y no tenía ninguna gana de aguantar a nadie, menos a alguien como Sean. Sólo quería comerme un sabroso dátil culma sentado en cualquier escalinata, mirar pasar la gente y luego irme a dormir. Sólo eso. Nada más. Así que no me anduve mucho por las ramas y le dije que tenía que ir a la embajada a buscar unos papeles. El se empeñó en acompañarme, pero le pedí que no se molestara, porque me habían dicho que había mucha cola y era una lata que estuviera allí esperando tontamente. Luego se empecinó en que nos viéramos más tarde y le di más largas. Antes de que pudiera hacerme una nueva propuesta, me fui pitando con la excusa de que iban a cerrar la oficina diplomática.

Lo malo fue que tuve que dejar el mercado sin haber comprado los dátiles que tanto me estaban apeteciendo. Empecé así a andar sin rumbo, poniendo tierra de por medio con Sean, y al cabo del tiempo, casi sin darme cuenta, llegué a un barrio situado en las afueras de ciudad, donde pensé que ya me encontraría a salvo de las garras del irlandés.

En aquella parte de la ciudad también había instalado un mercado callejero, más pequeño que el anterior, pero provisto igualmente de tenderetes en los que se vendía una curiosa mezcla de alimentos, algo muy habitual, por otra parte, en países como Yemen. Así que ya encontrándome un poco más relajado, me puse a deambular distraídamente entre sus calles polvorientas hasta que di finalmente con un puesto donde exhibían unos dátiles culma que parecían salidos de un cuento: hermosos, brillantes, enormemente apetecibles. La boca se me hacía agua. La señora que los vendía me miró fijamente sin decir una palabra y me ofreció uno para que lo probara. Lo cogí y, sin pensarlo dos veces, le di un mordisco. Nunca había comido un dátil tan apetitoso como aquél. Un placer intenso se apoderó de mis papilas gustativas. Le pedí entonces a la señora que me pusiera una docena y ella me hizo una señal para que me sirviera yo mismo. Y cuando iba a escogerlos de entre el montón del puesto, mi mano se tropezó con otra que se disponía a hacer exactamente lo mismo en ese justo momento. Era una inocente coincidencia, algo que ocurre muchas veces en situaciones similares, pero a mí me acabó marcando el resto de la estancia en Saná.

Porque aquélla no era una mano cualquiera. No. Lo puedo asegurar. Era una mano delicada, suave, larga, como si hubiera sido esculpida por un artista, y pertenecía a una mujer que me estaba mirando a través de las rejillas de un burka que cubría por completo su cabeza, como el chador que también ocultaba enteramente su cuerpo, de arriba abajo, salvo los dedos que habían rozado los míos en el momento de coger los dátiles. Eso era lo único que estaba al descubierto, la única porción de piel de aquella mujer que podía sentir el contacto del aire en aquella mañana tibia de febrero.

Resultaba imposible, por tanto, saber si aquella mujer era realmente guapa o fea. Sin embargo, sus ojos negros -aunque tendría que decir más bien su mirada, porque sus ojos apenas podían apreciarse a través de la rejilla del antifaz del burka-, hacían intuir que se trataba de una mujer bella. Pero se trataba tan sólo de una premonición. O de un deseo. Fuera lo que fuese, yo le sonreí. Ella no lo sé, porque no le podía ver la boca, aunque creo que sus ojos sí se estaban riendo. El caso es que todo resultó muy fugaz. Ella cogió un puñado de dátiles, pagó a la señora y se marchó. Y yo hice lo mismo.

Me fui detrás de aquella mujer, aunque eso en un país como Yemen puede resultar peligroso. Seguir a plena luz del día a una mujer que no conoces puede ser tomado como una ofensa muy grave. Sobre todo si eres occidental. Muchas personas te están observando desde las mesas de los bares mientras se toman un té o desde las ventanas de las casas. Todos te están mirando y quizás acusándote de crímenes horribles, aunque tú te limites únicamente a caminar unos metros por detrás de otra persona. Pero, en este caso, esa persona era una mujer y yo, un hombre. Eso lo sabía y, sin embargo, no me importó o no fui plenamente consciente de lo que estaba haciendo. Seguí andando detrás de ella sin preocuparme de lo que pudieran pensar los que me estaban mirando. Fui detrás de aquellas manos y aquella mirada con las que me había tropezado en el puesto de dátiles y tanto me habían cautivado. Lo demás me traía un poco al pairo.

Poco después, ella dobló la esquina de la calle por la que habíamos subido desde el mercado. Era un momento crucial. En ese instante, perdíamos de vista a los que nos podían haber estado observando desde que habíamos dejado el puesto de frutas, y emprendíamos una nueva senda. ¿Qué pasaría entonces? ¿Se daría ella cuenta de que la estaba siguiendo y se volvería para saber por qué lo hacía? ¿Me hablaría? ¿Se pondría a gritar pidiendo auxilio? Mi corazón se aceleró. En ese instante tan sólo deseé que por nada del mundo se le ocurriese aparecer por allí a Sean. La emoción de una aventura desconocida se había apoderado de pronto de mí como en la mayor de las locuras durante mis travesías por los lugares más recónditos de Africa, aunque en este caso ni me enfrentaba a ríos turbulentos ni a tribus de la selva ni a alimañas hambrientas. Esto era algo muy distinto. Ahora me enfrentaba a una amalgama de sensaciones íntimas, cutáneas y misteriosas, producto única y exclusivamente del roce de una piel y el cruce de una mirada apenas vislumbrada a través de la rejilla de un burka. Algo realmente inexplicable.

Así que, poseído como estaba por tales emociones, seguí aquel rastro sin que la mujer hiciera nada de lo que yo había previsto. Siguió andando como si no se hubiera percatado de que yo iba detrás de ella o como si, en realidad, le diera exactamente igual que lo hiciera. Continuó andando sin más, no dejando ver a través de su ancho vestido si movía sinuosamente las caderas, como yo imaginaba que pudiera estar ocurriendo tras la coraza de aquel ropaje. Luego, al llegar a otra esquina, torció a la derecha. Y mi corazón entonces estuvo a punto de estallar. La nueva senda que iniciaba la mujer abría unos interrogantes todavía mayores. Definitivamente, nos alejábamos de cualquier testigo que hubiera podido presenciar mi seguimiento. Y me ocupé de comprobarlo. Era así. Nadie nos estaba mirando. Nadie parecía estar observando nuestra marcha. De modo que aceleré el paso. Y en unas pocas zancadas conseguí ponerme a su vera.

A esas alturas, ya no me importaba nada. Estaba decidido a hablar con ella, a saber algo más de la mujer misteriosa que se escondía debajo de un montón de tela y no parecía poner reparos a que la siguiera. Ah, el misterio, ese motor que mueve montañas. A mí siempre me ha subyugado el misterio, el deseo de conocer lo desconocido. Por eso creo que me gusta tanto viajar, para descubrir los secretos del mundo. Y allí, justo a mi lado, tenía uno que parecía insondable. Una mujer, que podía ser guapa o fea, simpática o impertinente, inteligente o tonta, pero que me había atraído igual que un imán a un tornillo, con una fuerza descomunal, desde el momento que mis dedos se habían rozado con los suyos y había atisbado una hermosa sonrisa tras los barrotes de un burka. No me quedaba otra. Necesitaba imperiosamente sumergirme en las aguas de aquel enigma.

Caminé unos metros más a su lado sin decirle nada, calibrando cuál podría ser la palabra más apropiada, el gesto ajustado que dulcificara esa violación de la intimidad que en un país como Yemen supone dirigirse a una mujer desconocida andando sola por la calle. Al final, le dije lo más simple, lo más tonto: hola, ¿qué tal? Pero ella no giró la cabeza ni tampoco me respondió. Siguió andando, como si no llevara a nadie al lado, impasible, agarrando con fuerza la bolsa en la que cargaba los dátiles que había comprado en el mercado. Entonces, se me ocurrió ofrecerle un dátil de los míos. ¿Te apetece uno?, le pregunté, poniéndoselo delante del burka para que lo viera a través de la rejilla, mientras yo me llevaba otro a la boca en señal de amistad. Tardó unos segundos en reaccionar, pero luego, para mi sorpresa, cogió la fruta, levantó levemente el antifaz y le dio un bocado. Aunque todo fue muy fugaz, me dio tiempo a ver claramente cómo le caían por las comisuras de los labios unas gotas de almíbar y las relamía con una lengua rosada, larga y ligeramente puntiaguda. Después, rápidamente volvió a ocultar el rostro y no dijo nada, ni gracias ni hola ni siquiera déjame en paz. Nada. Sin embargo, su silencio, o su desdén, tampoco me desanimó. Lo importante era que había podido conocer al fin otras partes de su cuerpo celosamente oculto. Ahora ya sabía también cómo era su boca. Y me había producido la misma sensación que sus manos, aunque en este caso no se había producido, desgraciadamente, ningún contacto.

La mujer siguió luego caminando con el mismo paso. Ni más rápido ni más lento, como si el encuentro conmigo no le hubiera afectado el ánimo lo más mínimo. Y yo me mantenía a su lado, aguardando la oportunidad de un nuevo acercamiento, aunque descuidando temerosamente la vigilancia. Me estaba preocupando únicamente de ella y había dejado de permanecer atento a lo que sucedía en el entorno. Entonces, fue cuando de pronto escuché unos gritos de hombre. Desconocía la lengua árabe, tan sólo entendía algunas palabras, así que no pude enterarme de lo que decía. Pero ella sí, porque empezó a andar más rápido, como si estuviera asustada. Yo también lo estaba, la verdad, y me quedé parado, tratando de recuperar el control de la situación. Miré a todos lados para comprobar quién era la persona que nos había gritado, pero no vi a nadie. Parecía que nos habíamos quedado completamente solos en medio de aquel barrio de las afueras de Saná. Realmente, no se apreciaba peligro alguno a la vista. Podía continuar sin miedo. Y no lo pensé más. Fui detrás de la mujer, a la que había visto meterse por una calle que giraba a la izquierda.

Al llegar a la esquina la divisé al fondo de lo que era una callejuela, oscura, un poco estrecha. Me estoy metiendo en la boca del lobo, pensé entonces. En cualquier momento van a salir cuatro tipos de una casa y me van a dar una somanta de palos para llevarse todo lo que tengo. Era completamente estúpido lo que estaba haciendo. Cualquiera sabe que eso es lo último que debe hacer un extranjero en un sitio así: meterse en un callejón solitario de un barrio alejado del centro de la ciudad, donde no hay policías ni nadie que te proteja. Era una imprudencia supina, sin embargo algo me atraía con una fuerza superior e irrefrenable hacia el fondo de la callejuela. Ese algo era, claro, aquella mujer de la que tan sólo conocía manos y boca, y que se había detenido, como si se hubiera apercibido de mi llegada y me estuviera esperando.

Caminé lentamente hacia ella, mirando de reojo hacia las puertas de las casas por si había alguien agazapado aguardando para montar una emboscada. El corazón me palpitaba a gran velocidad y sudaba por todo el cuerpo. Estaba tan excitado como acongojado. A partes iguales. Ninguna pesaba más que la otra, así que con tal equilibrada zozobra continué andando hasta llegar donde se encontraba la mujer. Ella se quedó mirándome durante unos instantes sin abrir la boca y acto seguido sacó de la bolsa un dátil. Lo tuvo en su mano unos segundos antes de dármelo, de la misma forma que yo le había ofrecido el mío. No sé por qué, pero en ese momento se me pasó por la cabeza que pudiera tratarse de una trampa. Me dio por imaginarme que el dátil podía estar envenenado, como la manzana de Blancanieves. Es curioso. De pronto, sentí el miedo ingenuo de un niño al que se asusta con cualquier patraña. Dudé y ella notó mi desconfianza. ¿Por qué no lo coges?, parecía preguntarme con los ojos, mientras la mano en la que sostenía el dátil se estiraba un poco más hasta casi tocar mi cuerpo, atenazado entre las fuerzas opuestas del temor y el deseo que tiraban cada una para un lado. Sí. Me hallaba paralizado. No sabía qué hacer, si coger el dátil en señal de agradecimiento, salir corriendo antes de que fuera demasiado tarde o levantarle el burka para verle de una vez la cara a la persona que me había arrastrado hasta una callejuela solitaria de un barrio perdido de Yemen donde podía acabar de una manera estúpida la historia de mi vida.

Al final, hice lo que me dictó el corazón, que nunca se sabe si es lo más acertado. Alargué la mano derecha y cogí el dátil que me ofrecía la mujer. Igual que si se tratara de una copa de vino, lo alcé en señal de brindis y me lo llevé a la boca. Realmente, estaba aún más sabroso que el que me había comido en el tenderete del mercadillo. Se notaba que ella sabía escoger las mejores piezas. Y mientras yo me comía la fruta, la mujer me observaba muy atentamente. Por un momento llegué a pensar que iba a descubrir por fin el antifaz para mostrarme el rostro o para darme un beso, incluso. Tenía la excitación disparada, aunque a la vez me sentía más relajado. Ya no veía peligros acechando. Sólo la veía a ella. Sin embargo, desafortunadamente, todo resultó demasiado rápido.

Bueno, sinceramente tampoco sé si fue muy rápido, porque de lo que sucedió después ya no consigo acordarme con fiabilidad. Creo que debí sufrir una especie de desmayo. Lo único que recuerdo es haber despertado en la cama de la habitación del hotel como si hubiera tenido un sueño muy profundo. No tenía ningún golpe y todo lo que llevaba en la cartera seguía allí: el dinero, la documentación, todo. Bueno, había una cosa que no estaba antes. Era un papel doblado, escrito en árabe. No entendía nada de lo que ponía, así que bajé rápidamente a la recepción para que alguien me ayudase a traducirlo. Le pedí al hombre que estaba en ese momento si podía escribírme en inglés lo que decía para que yo pudiera leerlo tranquilamente en la habitación. Y el recepcionista no pudo ocultar una sonrisa mientras lo estaba transcribiendo. Cuando acabó, me dio el papel sin dejar de sonreír y subí corriendo al cuarto. No era una nota muy larga, era más bien escueta. Aun así, me eché en la cama para leerla reposadamente, como si me enfrentara a una carta de varias hojas.

“Los dátiles culma -decía el papel- forman parte de la tradición más antigua de este país. Usted no lo sabe, porque no conoce nuestra cultura. Si la conociera, sabría que hay algunas variedades que a veces pueden producir una fuerte ensoñación, si no se está acostumbrado a comerlas. No pasa con todos los dátiles, con algunos solo. Eso es lo que le sucedió a usted. Debería hablar más con la gente para enterarse realmente de las cosas y no quedarse en lo superficial. Así también se enteraría de por qué las mujeres vamos tapadas, aunque a muchas no nos guste y deseásemos vivir de otra manera. Me encantó haberle conocido. Una lástima que no haya estado usted preparado para un conocimiento más profundo. Espero que se haya recuperado pronto y haya podido descansar plácidamente en su hotel. Como ve, la gente de mi país no somos tan mala como ustedes los extranjeros se piensan. Y le aconsejo que la próxima vez, antes de comer un dátil, pregunte de qué variedad es. Que Alá lo proteja. Un saludo. Dasmina”.

Vaya tela, me dije al terminar de leer la nota. Al final, había sido víctima de una versión árabe de los pimientos de Padrón, pero con dátiles de Yemen: unos duermen y otros no. Y a mí me había tocado en suerte uno que dormía. ¿Pero cuándo empecé a dormirme realmente? Eso es lo que no puedo asegurar. Cabe la posibilidad de que el efecto somnífero hubiese tardado en aparecer. Todavía sigo creyendo que entre aquella mujer y yo pasó algo más antes de llegar al hotel. No sé por qué, pero creo que mis manos llegaron a palpar algo más que sus manos, que en aquella callejuela solitaria o en la oscuridad de algún portal mantuvimos un acalorado encuentro en el que yo pude descubrir y sentir con plena libertad todo su cuerpo desprovisto de la coraza del chador que lo tapaba de la cabeza a los pies. Algo me decía que nos habíamos desnudado mutuamente y nos habíamos abrazado como lapas, aunque ella en su nota no hablase nada de eso, por pudor o por miedo, por lo que fuese. Porque, si no, ¿de dónde coño había salido ese olor cautivador, mezcla de esencias de bergamota y jazmín, que desprendía mi piel por todos los poros aun horas después de aquel encuentro?

Nunca llegué a descubrir realmente la verdad, aunque volví a salir a las calles de Saná con la tontísima idea de encontrar otra vez a Dasmina. Me hizo falta muy poco tiempo para darme cuenta de lo que ya sabía, aunque me empeñaba en negarlo, que la mayoría de las mujeres iban vestidas prácticamente igual, con chador y burka, totalmente tapadas, imposibles, por tanto, de identificar. Y para colmo, tampoco me acordaba de dónde se encontraba exactamente el barrio de las afueras de la ciudad en el que me había encontrado con ella. De modo que aquello era como buscar una aguja en un pajar. O más difícil todavía. Era completamente inútil. No había solución. A quien me encontré, en cambio, fue al pesado de Sean. Lo vi delante de un autobús que estaba a punto de salir para Adén, una ciudad costera situada al sur de Yemen.

-¿Te vienes, Faltrica? Me han dicho que en Adén hay unas playas muy buenas. Lo pasaremos bien.
-No, gracias -le respondí-. No me apetece bañarme.

A Sean le hizo gracia mi excusa. La verdad es que es un tipo estúpido que se ríe por todo. Da igual lo que digas o lo que hagas. El se ríe siempre. Parece vivir en una felicidad bobalicona permanente. De todos modos, aquélla no había sido una excusa más para escabullirme del pesado irlandés. Realmente, no tenía ganas de bañarme ni de ducharme ni de hacer nada que pudiese borrar el olor del perfume de bergamota y jazmín que seguía impregnando mi piel, que se había colado en lo más profundo de mi cabeza. A cada poco, lo olía y revivía la historia que había vivido o creía haber vivido. Lo que fuese. Daba lo mismo. Lo revivía. Me despedí de Sean, esperando no verlo en mucho tiempo, y me puse a pasear sin rumbo por las calles de Saná con la sola compañía de esa estimulante fragancia.

10 comentarios

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.