El viaje de un solo lector. Autor: Laura Garrido Barrera

Eres lector de ocasiones, de los de 5,95 euros o menos. Crees que no es necesario pagar demasiado por lo que otros imaginan, piensan y hacen realidad a través del esfuerzo heroico  que supone la escritura. Incluso crees que todo ese rollo de la literatura es algo superfluo en el que basta comprarse un libro a cerca de los libros más importantes de la historia de la humanidad, leer con detenimiento sus resúmenes y así estar al día de lo más trascendente, sin siquiera haber disfrutado de sus lecturas originales. Te paseas por el mercadillo de libros usados y tus tendencias están sin definir, te da igual el género, el autor y el argumento, sólo te importa el precio y que sus páginas ardan bien en la chimenea después de haberlas leído. Lees un libro al año y a veces ninguno, y te vanaglorias de hacerlo de esta forma con el pretexto de que hace más de una década leías veinte o treinta, pero nunca te sirvieron para tus propósitos.

Es el día del mercadillo del libro usado. Paseas por los puestos con indiferencia, tomando algún libro con desinterés y haciendo como si leyeras su contraportada. Al final te decides por uno de dos euros. No conoces al autor y tampoco te interesa su vida, así que delante del vendedor arrancas la página bibliográfica en la que también se encuentra una dedicatoria a la que no prestas atención, haces una pelota de papel arrugado y la encestas en la papelera más cercana.

Ya en tu casa, al calor de la chimenea en una noche de invierno, inicias la lectura de la novela que has comprada, bastante larga para tu gusto, en la que el personaje principal se llama Lector. Crees que se refiere a otro, que no eres tú, que no puede haber autor en el mundo que te conozca suficientemente como para dirigirse a ti con tanta impunidad. El autor se ha presentado en la primera página para decirte que te acompañará en este viaje y que no te dejará en ningún momento de adversidad. Has soltado una sonora carcajada burlándote de su atrevimiento. ¿Acaso el autor considera que necesitas de su apoyo para una lectura barata y desconocida, que en cualquier momento puedes arrojar a la hoguera sin sentir el más mínimo de los remordimientos?

El autor divide en tres partes su obra magna. Las ojeas sin prestar atención, doblando el libro de tapas blandas y colocando el pulgar en el borde de la portada para conseguir un movimiento en forma de abanico con todas sus hojas, que recobran su equilibrio normal  antes de que puedas leer alguna frase.

Parte Primera. En un tren de cercanías.

 

En la primera parte, el autor establece la concordancia entre un lector novel y las lecturas juveniles que sembraron las semillas de un buen lector, y para tu sorpresa, inicias una travesía a través de aquellas novelas que marcaron tus primeras lecturas. Recuerdas con añoranza, La vuelta al mundo en 80 días, Viaje de la tierra a la luna, Flecha Negra o Robinson Crusoe. Casi se te escapa una lagrimilla al reflejarte en el espejo y ver cómo has cambiado física y mentalmente desde aquella época en la que a la luz de una linterna leías las páginas de tus autores favoritos devorando una aventura tras otra con la impaciencia propia de un chaval al que le gustaba soñar e imaginar a toda velocidad.

El autor te dice que no llores, que no todo tiempo pasado fue mejor, y que por favor, hagas tu maleta con cuatro cosas imprescindibles para iniciar un viaje. Te detienes en ese punto, pensando que este autor estará de broma y jugará de la misma forma con todos sus lectores, pero a pesar de todas tus dudas y contraviniendo todas tus certezas a cerca de la importancia de un buen argumento para seguir leyendo, te diriges hacia la estación de tren con una maleta de ruedas tal y como indica el capítulo primero.

Subes al vagón número siete, de la línea ocho, y te sientas frente a una mujer cuya fisonomía coincide exactamente con la que describe el autor. Un pelo ensortijado le resbala por los hombros hasta llegar a su amplio escote y unas pestañas muy largas parecen enredarse en cada pestañeo. Lee un libro atentamente y únicamente te dedica una mirada de soslayo. Lleva unas gafas estrechas que se sostienen en el aire, como si su nariz hubiera desaparecido. Te acomodas con tu maleta de fin de semana y miras la suya, idéntica a tu modelo anticuado en piel de lagarto y cierre con candado en la cremallera superior. Abres tu libro por la página marcada, y el autor te dice que te fijes en el libro que ella lee. Como no ves la portada porque la oculta tras sus dedos, le preguntas directamente:

—¿Qué lees?

—¿Y a usted que le importa?—te contesta ella muy arisca.

En realidad no debieras dirigirte a una mujer que no conoces con tan poca elegancia. Lo sabes e insistes:

—¿Me permite por favor ver la portada de su libro? Me encantaría saber qué lee usted.

—Perdone caballero —te contesta ella muy seria —leo lo mismo que usted, no insista.

Efectivamente ella lee tu mismo libro, y entonces te preguntas si en su libro el autor le aconseja esperar a que un tipo como tú se siente frente a ella, en cuyo caso es de suponer que la página treinta y siete contendrá una descripción exacta de tu persona. Tienes tanta curiosidad por leerla que hasta imaginas una pequeña treta para robarle su libro, pero antes de ponerla en práctica, abres de nuevo el tuyo, y el autor te recomienda olvidarte del asunto que en estos momentos te atormenta y disfrutar del paisaje.

Segunda Parte. En otros mundos desde el tren.

 

Miras por la ventana y descubres un paisaje muy distinto al que esperabas. Las cercanías de tu ciudad son extensas praderas de cultivo que ahora parecen haberse convertido en un bosque surcado por un río en el que navega el tren de la línea ocho. Te frotas los ojos y pegas la nariz al cristal emitiendo un pequeño grito ahogado. Ella te sonríe y tú no puedes articular palabra.

—El bosque se transformará en selva, atravesaremos manglares, glaciares, tundras, sabanas y estepas. ¿Es que usted pertenece a ese grupo de lectores que no saben avanzar en su lectura a un ritmo adecuado? —te dice ella esbozando una sonrisa aún más amplia.

Con un ligero temblor en tus dedos, agachas la cabeza igual que cuando te reprendían en el colegio por no haber realizado las tareas escolares, te sientes pequeño, diminuto, y abres el libro por la página señalada para continuar la lectura.

El libro comienza por describir un bosque, tal y como ella te ha dicho, y tal y como observas al mirar por la ventana. Nunca te habían gustado las descripciones excesivamente largas u ornamentadas, pero reconoces que ese autor posee una habilidad especial para hacerte visionar cada uno de los paisajes que ella te enumeró. Quedas absorto por la lectura, ajeno a lo que ocurre a tu alrededor, y disfrutas especialmente cuando los grandes mamíferos africanos entran en escena.

Te preguntas si el resto de pasajeros  presentarán una denuncia en la oficina de ferrocarriles por este viaje tan insólito. Al fin y al cabo, tú no tenías nada que hacer ese día, pero ellos puede que deseen ir a Albacete sin atravesar medio mundo. Miras alrededor para observar sus caras de asombro, que supones serán idénticas a la tuya, pero en el vagón número siete únicamente viajáis dos personas.

—Oiga —dices muy bajito dando un puntapié a tu acompañante que sigue leyendo —¿se ha fijado que viajamos solos, usted y yo?

—No estoy de acuerdo —contesta ella— por lo menos somos tres, o tal vez, cinco.

Te levantas del asiento para observar detenidamente los más alejados. Buscas al resto de personas pero no ves ninguna cabeza que sobresalga.

—Creo que se equivoca, somos dos, usted y yo.

—Aún no lo ha comprendido caballero. Siga leyendo —dice ella ajustándose las gafas de lectura.

El autor se dirige a ti un poco enojado y molesto. Te sugiere que el personaje principal de su obra, el Lector, empieza a cansarse de tus indecisiones, tus dudas y tus preguntas fuera de contexto. Y te advierte de que si la duda persiste, él, como autor, no tendrá otro remedio que abandonar el viaje.

Aquello es demasiado. No puedes mantener la calma un momento más. ¿Quién es ese autor para mostrarse tan irreverente y pedante cuando se dirige a ti? Cierras el libro de un golpe y cruzas las piernas en señal de enfado. Entonces observas por la ventana un paisaje diferente. La selva amazónica o la sabana africana han desaparecido. El paisaje está vacío y el silencio ahí fuera se dibuja en un color azul celeste. Miras de reojo a la mujer, y ves que ahora sonríe a una de las páginas, ella permanece tan sumamente concentrada en su lectura que no repara en ti ni un sólo momento. Te preguntas si esa mujer es real, y de nuevo, dudas de la ficción, y te reprendes a ti mismo por no haber elegido una novela histórica en la que el curso de los acontecimientos se hiciera más previsible. Muy rápidamente ella alcanza en su lectura las últimas páginas de su libro y te invade una sensación de incertidumbre y de curiosidad que te lleva a observarla de continuo a través de su reflejo en la ventana. Tras unos instantes, abre su maleta, saca una agenda de unas doscientas hojas sin encuadernar y un bolígrafo, la abre por la última página escrita, y se dispone a escribir de carrerilla, como si tuviera un millón de palabras por escribir.

El tedio de la situación te invita a regresar a tu lectura. Abres tu libro por la página marcada y te encuentras dos páginas en blanco. ¡Aquello es una osadía! ¿un error de imprenta? o ¿una tomadura de pelo? Puede que el libro de ella esté impreso correctamente, pero no te atreves a pedírselo porque percibes su enojo incluso antes de proponérselo. En la zona inferior de la segunda página en blanco lees una nota del autor: “El Lector bajará del tren en la siguiente estación. Hay personajes que necesitan encontrarse con sus miserias antes de proseguir”.

—Oiga—dices tímidamente—¿usted bajará en la siguiente estación?

Tercera parte. Llegada al destino.

 

Ella se mira el reloj, mira por la ventana los colores azules celeste del paisaje vacío y asiente con la cabeza. Aquello te tranquiliza interiormente porque empezabas a sentirte muy solo.

La megafonía anuncia la siguiente parada programada en diez minutos. La voz habla un correcto francés y crees entender un lugar de destino llamado Becherel. En tu libro se describe Becherel como una ciudad de libros, jalonada de librerías y con numerosos acontecimientos a lo largo del año en torno al libro. Situada en Bretaña, lees, en el distrito de Rennes. Ya nada te sorprende, ni siquiera te preguntas cómo has llegado al norte de Francia después de atravesar un desierto parecido al Kalahari. Decides levantarte antes que ella y tomar la iniciativa para recorrer el pasillo que separa tu asiento de la puerta. Dudas entre despedirte o no hacerlo, al fin y al cabo, ella no ha mostrado interés en ti y parece más ensimismada que antes en su escritura endiablada. Decididamente, tomas tu maleta y no te despides.

La estación huele a papel viejo, a polvo de estantería y a trementina mezclada con azahar. Piensas que ella seguirá tus pasos y caminas por la calle principal muy confiado y sin mirar atrás. La plaza del pueblo bulle en alegría a lo largo y ancho de unas mesas con toldos blancos en las que se exponen libros de muy variada temática. Hay muchas personas como tú, deambulando entre las mesas y ojeando  libros. La mayoría son ediciones francesas y encuentras muchos libros antiguos bellamente encuadernados en piel y con los cantos dorados. No son libros para ti, ninguno cuesta menos de seis euros. Empiezas a desanimarte y te preguntas qué haces girando en círculo alrededor de una plaza en un país extranjero. Buscas entre la gente a la mujer del vagón con la esperanza de hablar con ella en tu idioma, pero no ves su pelo ensortijado, ni su escote, ni su rostro serio y comienzas a echarla de menos. Sólo te queda la esperanza de que te hable el autor del libro, también echas de menos su sinceridad o sus osadías,  e incluso recuerdas que en las primeras páginas prometió acompañarte en este viaje incluso en las peores adversidades.  Consideras que esto que te ocurre puedes catalogarlo de adversidad, así que te sientas en un banco de la plaza  y abres tu maleta. Junto a tu libro hay un montón de papeles atados con un lazo y un neceser de mano. Un neceser de mujer. Repasas la escena de tu despedida, la que no pronunciaste por miedo a su indiferencia, y te ves cogiendo la maleta equivocada, haciéndola rodar por el pasillo con la cabeza muy alta.

El autor no se dirige a ti. Todas las páginas del libro que aún no has leído están en blanco. Lo último es la nota a pie de página que ya leíste, aquella en la que te invitaba a tomar conciencia de tus miserias. Y te derrumbas abatido, con los brazos colgando, las piernas estiradas y la nuca apoyada en el travesaño del banco. Repasas tu vida como si estuvieras a punto de perderla, y te ves como el hombre más aburrido del mundo, con un trabajo precario de pasante de abogado del que no has sabido salir en más de veinte años, con una familia imaginaria que nunca te atreviste a hacerla tuya porque las vicisitudes de tus amoríos nunca fueron todo lo confiables que tú deseabas, con una ilusión perdida en la que pusiste toda tu pasión y  que abandonaste al primer obstáculo.

Deshaces el lazo que reúne todas esas cuartillas, algunas amarillentas, escritas con la inconfundible caligrafía apresurada de la mujer del vagón número siete. No puedes creerlo, la primera página dice así:

Cuarta parte. El viaje fantástico.

 

            “Querido Lector, ahora te encontrarás perdido en un pueblo francés sin saber qué hacer, qué decir o con quién hablar. Llevo observándote toda la vida, desde que publicaste aquella novela fantástica que cautivó mis sentidos con apenas diecisiete años. Que no la comprara nadie, que el marketing de tu novela no fuera el adecuado, que jamás encabezara el ranking de ventas, no quiere decir que fracasaras con ella. Eras un autor novel con toda la ilusión y la pasión de quien inicia su carrera como escritor, pero te viniste abajo en el primer contratiempo. ¿Crees que todos los autores que hoy se reúnen en las cubiertas de estos libros que ahora te rodean en esta plaza lo tuvieron fácil?

 Fíjate en mí por ejemplo. He tenido que escribir y preparar esta novela sólo para un único Lector, y he dedicado mi vida a esperar el momento en el que decidieras comprarlo. Lo he vendido incompleto, con las últimas páginas en blanco, a un valor que jamás recompensará todos mis esfuerzos. ¿Y para qué?, para que te derrumbes en un banco y sigas sin apreciar la grandeza del viaje insólito que ha tenido lugar. Has atravesado medio mundo con un libro en tus manos, embriagado por la sencillas pero certeras descripciones que tanto me ha costado redactar. He comprado diecisiete modelos de maleta diferentes a lo largo de los últimos años, y resultó que eras un hombre que nunca sale de su casa más allá de los confines que marcan tus rutinas y tus hábitos.

He preparado este viaje con tanta dedicación que me desilusionaría enormemente tu falta de interés. En el tren he redactado el último capítulo del libro, que aún te faltará tras leer estas líneas. ¿No crees que si me buscaras recobrarías una parte de tu vida que diste por perdida? ¡Búscame! ¡encuéntrame! Puede que si te atreves cambie tu vida.”

Metes tu libro en la maleta junto a las cuartillas y el lazo, y te levantas enérgico dispuesto a encontrar a esa mujer. Preguntas a un vendedor, en un francés deficiente, si ha visto a una mujer de pelo ensortijado. Él te entiende, pero niega con la cabeza y comienzas tu recorrido por las calles  del pueblo de Becherel. Sus casas de colores, sus librerías en los bajos, la gente que va y viene, el aroma a tinta y un viento del norte que hiela tus manos te acompañan en la travesía por un pueblo que te parece encantado, salido directamente de una ilustración de un cuento de Dickens. Al fondo de una de las calles transversales a la plaza ves un montón de gente arremolinada en uno de los puestos y diriges tus pasos hacia ellos.

Dos personas firman y dedican libros para cada uno de los presentes. Ella, más preciosa que en el vagón, resplandece con una luz tornasolada que parece teñir sus cabellos de los colores del arco iris. Está mucho más bella y su rostro ha abandonado la rigidez y la adustez  de cuando tú le preguntabas. Incluso sonríe y parece complacida con cada una de las preguntas de los allí congregados.

—¿Para cuando la segunda parte del libro? —le preguntan.

—Estará terminada antes de que termine la feria —contestaba ella guiñándote un ojo.

A su lado, un hombre de mediana edad firma libros con las palabras “Autor Perdido”.  Las personas se pegan por conseguir uno de ellos, sonríen cuando lo abren y comienzan a leerlo en las cercanías del puesto. Movido por la alegría general, llevado por un impulso desconocido, le pagas un ejemplar al hombre, le sonríes a ella, ella te devuelve la sonrisa, el firmante te da los cambios y tú abres el libro recientemente encuadernado. Aún huele a imprenta. La portada es lisa, sin colores, sin título, sin referencia alguna que te haga suponer el contenido. Has comprado a ciegas, por el simple placer de leer algo desconocido. Has viajado sin rumbo por el simple placer de dejarte llevar por la historia de un libro cuya autora has omitido desde el primer momento. Y estás allí, con una nueva lectura en tus manos, y con una mujer frente a ti que ha convertido tus glorias y tus miserias en un libro que la gente devora con emoción. Lo abres. El título está impreso en la primera página y lees con emoción:

“Viaje fantástico a la biblioteca de Alejandría”

por Roberto Hernández Manzano,

dedicado a mis padres que me dejaban leer

por las noches a la luz de una linterna.

Un comentario

  1. Es una historia preciosa. Quizá yo le frenaría un poco le ritmo en algunos tramos, parece por momentos un poco precipitada (nada exagerado en todo caso). Desde luego destila originalidad en un argumento con cierta recurrencia, lo que no es fácil. Pienso que puliéndolo un poquito más, es un cuento GRANDE.

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