El mosquito de Rotterdam. Autor: Alberto Fernández González

Patas largas, alas batiendo el aire nocturno del pinar de Rotterdam. Era octubre y acabábamos de llegar al campamento, alquilando la pequeña cabaña donde nos alojaríamos mientras durase nuestra estancia en la ciudad. El mosquito había acudido a la luz del maletero mientras yo rebuscaba para sacar el equipaje. Revoloteó aquí y allá hasta que se posó sobre el piloto iluminado del interior. Araceli se llevó las últimas bolsas apiladas junto al vehículo, y antes de cerrar el maletero yo tenía que sacar de allí al gran mosquito que se mantenía aferrado al piloto, hipnotizado por ese no se sabe qué que hipnotiza a los insectos. Fui a espantarle, que se buscase la vida en ese enorme paraíso natural, y volvió a emprender el vuelo, dudó entre el foco exterior de la cabaña y el cálido refugio del maletero, me tuvo agitando los brazos medio minuto y finalmente regresó al cubil. La noche era fresca y la ciudad esperaba en un resplandor más allá de la arboleda. En cuanto ordenáramos nuestras pertenencias tomaríamos un autobús hasta su corazón, pero el mosquito no tenía esas cuentas, escondiéndose en algún punto oscuro del interior.

No había tiempo para juegos, así que busqué la linterna y repasé todos los rincones, no hallando al caprichoso mosquito. Y no había salido, porque mi atención estaba presta a cualquier aleteo que se produjera. Cerrar el portón era condenarlo a morir de inanición, de tristeza o machacado por el equipaje cuando cargáramos el vehículo para abandonar la ciudad y seguir nuestro viaje por Europa, pero Araceli empezaba a impacientarse y yo no podía seguir consumiendo ese maravilloso tiempo en localizar un mosquito, cuando había tantos en la naturaleza, aunque ninguno del gusto de ella. Invoqué a los cielos para que la maldita criatura apareciera antes de que tuviera que desmontar pieza a pieza el vehículo, pero mi voz no llegó a sitio alguno y tuve que cerrar el portón.

La cabaña era pequeña: una litera, un lavabito, un par de estanterías y un banquillo alargado donde depositamos el equipaje antes de distribuir lo imprescindible por los anaqueles. Yo seguía pensando en el mosquito, si estaría bien o mal ahí dentro, si habría salido sin que me hubiera dado cuenta, o si, fatalidad, estaría aplastado o mutilado por algún efecto colateral de la búsqueda. Hice partícipe de mi preocupación a Araceli, que me diera una palabra de alivio, pero abrió mucho los ojos, miró hacia los mismos cielos que a mí no me habían escuchado, y suspiró profundamente. El asunto del mosquito empezaba a sacarla de sus casillas.

Nos dimos prisa en hacer de la cabaña nuestro hogar, sacamos los cepillos de dientes, las toallas, y nos fuimos a las duchas generales para asearnos y caer sobre la  ciudad como dos turistas de bien. Las farolas marcaban el camino solitario por entre los frondosos pinos que cobijaban no más de una docena de acampados. Araceli y yo, abrazados, dejábamos volar la imaginación acerca de la ciudad desconocida, si bien yo no podía olvidarme de la suerte del mosquito. Su salvación sólo estaba pospuesta ante la presión de esa mujer que consideraba absurdas mis preocupaciones por animales tan pequeños en detrimento de mi dedicación a ella.

El agua caliente regeneraba mis vísceras, y yo era feliz a pesar de la prisión del animal: lo había intentado hasta donde me fue permitido, y si me quedaba alguna duda abría más el grifo para que el agua barriera mis posibles responsabilidades. Pensaba en la cabañita y su función de dulce hogar en medio de la naturaleza, en Araceli esperándome perfumada, el autobús en la parada, la ciudad más allá de los pinares.

Antes de abandonar el campamento abrí nuevamente el maletero y rastreé con la linterna todos los rincones posibles. ¿Habría alguna comunicación con el habitáculo? Con las puertas de par en par revisé los asientos, el techo, el salpicadero, la moqueta. Me enfangué en sudor, ese líquido que brota en las acciones desesperadas cuando no se augura resquicio para la victoria, pero todas mis funciones vitales se coagularon, o simplemente se murieron, cuando un rugido de Araceli desde la salida del caminito me advirtió, con visos de desesperación, de cuántas posibilidades tenía de que nos quedásemos en el puto campamento, abortando el encantador encuentro con la ciudad.

Había valido la pena correr el riesgo, pero no dando con el paradero del alado y viendo la mala sangre medrando por las vísceras de Araceli, cerré puertas, maletero y conciencia, y acudí al encuentro de la voz. No hubo comentarios, siendo sustituidos por mi sonrisa rastrera y un abrazo de mala gana.

El autobús 33 nos dejó cerca de Centraal Station, a pocas manzanas de lo que parecía ser el corazón de la ciudad, y sin embargo las calles estaban desiertas, apenas dos vagabundos, los del camión de la basura, parejitas sueltas que se comían a besos, y nosotros buscando un bistró con encanto para cenar.

-Aquí mismo –dijo Araceli tirando de mí hacia un local mezcla de hamburguesería, italiano y cuchitril del Bósforo.

Al menos no estaríamos solos: de la docena de veladores estaban ocupados dos de ellos, aunque se vaciaron mientras nos sentábamos con sonrisas de cumplido y maldiciones de la camarera que iniciaba el fregoteo del saloncito.

-Guachi guachi –dijo arrojándonos la carta plastificada sobre la mesa.

La miramos, seleccionamos el idioma inglés que es el que domina Araceli, y pide unas alitas de pollo y unas carnecitas crujientes con patatas fritas, y lo hace con tanto desparpajo que nos sirven una sopa espesa cargada de especias y un café con leche. Iba a partirme de risa nada más ver las bandejas, eso sí, con sus patatitas fritas, pero logré contenerme. Pero como Satán es muy Satán, esperó a que tuviera la boca llena de esa pasta densa, para insuflarme una risa que trepó desde el diafragma y se presentó inoportunamente en todos los músculos de garganta y boca, haciéndome escupir la maldita cena políglota.

“Que nunca he pasado tanta vergüenza”, “que eres un mamarracho”, “que la próxima vez te aclaras tú con el idioma”, y venga a dar zancadas en busca de la parada del 33 para regresar al campamento, y yo detrás, implorando su perdón y sin poder evitar una risita de mala baba que aparecía cada dos o tres ruegos.

No hubo arreglo; silencio hasta la cabañita, y yo quería abrir otra vez el maletero para echar un vistazo al mosquito, pero confieso que muy valiente no soy, así que recé un Padrenuestro en beneficio de su resistencia, y me fui a fumar un cigarrito mientras paseaba bajo la arboleda. De regreso ya estaba todo apagado en nuestro circunstancial hogar, Araceli embutida en su camisón y simulando dormir, y el mosquito de Rotterdam preso de una oscuridad que le sería dolorosa. Recé otro Padrenuestro para reforzar su salud, y una Salve por mí.

Un torpedo había alcanzado un flanco de nuestro viaje, y todo dependía del despertar del día siguiente para aventurar si terminaríamos hundiéndonos como otras veces, o sólo se trataba de un rasguño en el blindaje.

Y el día amaneció soleado, incluso caluroso para la época del año. Araceli no comentaba nada de la noche anterior, y yo, como un cobarde, me sentía feliz tras sus tacones. Nos habíamos levantado temprano para abandonar el campamento y dirigirnos a Ámsterdam, y antes de introducir el equipaje en el maletero estuve buscando nuevamente al mosquito. Era su última oportunidad, no ya de seguir vivo, sino de no desmembrarse de sus raíces, pues si salía con bien tras sortear las numerosas bolsas que había que acoplar por todos los rincones, abandonaría el compartimento en Ámsterdam. Pero a pesar de esta utópica suerte, me pregunté qué pintaba ese mosquito a 73 kilómetros de su ciudad natal, lejos de los pinares que le habían visto crecer y desarrollar esas patas tan largas. Aquí estarían sus parientes, sus recuerdos, su ambiente. No podía llevarlo hasta allí, dejar huérfanos a sus huevos, tristes a sus padres… Así que seguía con todo el equipaje rodeando el coche mientras levantaba un poco de moqueta por aquí, enchufaba la linterna hacia el alojamiento de la rueda de repuesto por allá, abatía los asientos…

-¡¡Quieres dejar el puto mosquito!!

Me había descubierto; Araceli llegaba de las duchas y se encontraba el equipaje en el mismo lugar donde lo había dejado al irse. Unos cuantos balbuceos de disculpa, una sonrisa sometida que buscaba comprensión, no para mí, sino para el jodido mosquito, unas gotitas de sudor que desaparecían tragadas por la moqueta.

Esa mujer no tenía corazón, y con gran tristeza, sabiendo que ahora sí que condenaba a ese ser a una muerte segura, fui llenando el maletero con las bolsas, comprimiéndolas, porque cada vez teníamos más equipaje. Encendí un cigarrillo, puse el coche en marcha y miré con pena la inmensa arboleda que iba quedando atrás.

En la ciudad de los canales estuvimos tres días maravillosos sorteando bicicletas, buscando la casa de Anna Frank, besando las imágenes de la iglesia de San Nicolás, admirando las telas del museo Van Gogh, las del Rijksmuseum y las de los jardines Keukenhof, porque Araceli tiene que verlo todo y sigue de modo enfermizo los múltiples itinerarios. Yo hubiera preferido una excursión a Zaanse Schans para ver los molinos, un paseo sin prisas por el Barrio Rojo y, para la cena, un crucero por los canales.

Pero cuando se apagaron los puntos culturales se encendió la noche de Ámsterdam, y fue ahí donde yo tomé el relevo para sacar a relucir mi espíritu de bohemio. Nuestros pasos en el laberinto de callejas solitarias y alejadas del casco turístico se escuchaban en medio del silencio, cruzaban los puentes sobre las aguas que barrían nuestra silueta, se detenían para encender un cigarrillo bajo la blanca luz de los faroles. Araceli, más culta que yo y conocedora del guachi guachi, iba traduciendo las leyendas de las fachadas medievales y señalando cúpulas y edificios para darlos nombre, como si fuera el mismísimo Dios. Pero esa noche yo la encontraba ausente: de hecho acababa de darme cuenta de que estaba paseando solo. La telefoneé al móvil y allí estaba, tres puentes más abajo siguiendo el mismo canal. Fui a su encuentro y le pedí una explicación, que estábamos de vacaciones, que teníamos que ser felices, pero ella seguía perdida en los patos del canal, y al fumar no se tragaba el humo, expulsándolo violentamente y haciéndolo signo sospechoso de estar zanjando asuntos importantes a mis espaldas. En estas circunstancias me pareció oportuno citar la suerte del mosquito de Rotterdam, que se sintiera aliviada al asumir que había seres con peor suerte que aquella que estuviera importunándole a ella.

La madrugada me sorprendió durmiendo en el coche, “porque te interesa más la vida de ese repugnante bicho que la mía”, “porque si me amaras lo mismo que a los insectos”, “porque si ya me lo dijo mi madre”

Nuestro vehículo estaba aparcado junto a un canal, en la margen contraria al hotel. La luna se fue haciendo pequeña sobre los puentes mientras me consumía el insomnio, y para entonces ya había dado por muerto al mosquito de Rotterdam, o quizá, con suerte, libre en su arboleda, pues el cuerpo no había aparecido. Pensé en la fragilidad de la vida y la alegría con que la despreciamos, y miré hacia la ventana tras la que dormía Araceli. Poco a poco se fue difuminando en mi primer sueño.

De mala gana hizo las paces en el desayuno, una terraza al tímido sol que coloreaba los canales, y volvimos a desplegar el mapa para marcar la ruta hacia Den Helder y ver de cerca las islas frisonas. El viaje parecía haberse normalizado, pero era eso, apariencia, porque cada uno atesoraba sus resentimientos. Ella me culpaba de la relación, de su error al elegirme, del cansancio frente a mis extravagancias; yo, más simple, sólo la culpaba de incomprensión frente a la suerte del pobre insecto. Viajábamos callados, yo con los ojos perdidos en la carretera, Araceli durmiendo tras las gafas de sol, indiferente al paisaje que nos ofrecía el Mar del Norte. El extraño idioma holandés brotaba del aparato de radio denunciando nuestro malestar. Al llegar a Den Helder, punto de partida de los barcos que van a las islas frisonas, nos quedamos mirando el transbordador que conecta con Texel. No había  pasajeros en cubierta, tal vez por el viento que soplaba en la bocana; quizá porque las parejitas de enamorados también estaban dejando enfriar su relación y preferían ocultarla en los salones acristalados.

Por primera vez sospeché que no haríamos muchos más viajes juntos, que su mirada perdida en las islas presagiaba su deseo de dejarme en una de ellas a cambio de iniciar una vida nueva. Otra vez aleteó en mi mente el mosquito de Rotterdam, quizá para comparar nuestras suertes, y me pregunté si no había arriesgado demasiado en esa gota que colmó el vaso de desilusiones de Araceli.

Llegamos a tierras germanas y nada había cambiado en su talante ausente. No se vislumbraba el retorno a nuestra normalidad, y así cruzamos por Hamburgo y llegamos a Berlín, donde el destino había establecido el fin de nuestra vida en común. Pronunció la famosa frase “vámonos a casa; estoy harta de viaje”, y lo hizo en el sitio más contundente, la Puerta de Brandemburgo, lo único que vimos de la ciudad. A mi boca acudieron grandes exabruptos de cuyas riendas tiraba para evitar lo peor, y cuando me faltó el aliento ella se paró en la acera, me miró despectivamente y se sintió liberada. El viaje había terminado, y lo que era peor: nuestro matrimonio.

En los tres días siguientes atravesamos Europa de regreso a la que ya no sería mi casa, salvamos los Pirineos por Andorra y caímos a dormir en un hostal de Oliana. Las jornadas se habían sucedido en un deambular laxo al que me había sometido la sombra de nuestra ruptura; incluso llegué a olvidarme del mosquito del pinar de Rotterdam. Araceli mantenía rígido el gesto, como si lo llevase almidonado, pero yo lo llevaba tan blando que a veces parecía que fuera  a arrancarme a llorar pidiendo que alguien me despertara de ese final que nos aguardaba en Madrid; ya habíamos pasado antes por situaciones similares, pero los dos sabíamos que ahora no habría marcha atrás.

Desayunamos en la Plaza Meguereta, donde habíamos dejado el coche al llegar por la noche, y regresamos al hostal para retirar el equipaje. Mi paso era lento, como el de los condenados camino de la horca; estábamos a media jornada de nuestro final. En cuanto llegáramos a Madrid iniciaríamos los trámites de separación: así lo había ido anunciando ella todas las mañanas, como si fuera una oración matutina o un buenos días venenoso.

“Adiós”, nos dijo la hostelera, y “adiós” contestamos como si no pasara nada.

Tomé las bolsas de Araceli y las acomodé en el maletero, pero al remodelar su disposición para que entraran las mías, lo vi allí, pegado a la manta, rígido. El mosquito de Rotterdam había aparecido. Mi primera reacción fue quedarme quieto contemplando su muerte, que yo hacía mía y me llenaba de dolor. Luego le busqué las grandes alas y tiré suavemente de una de ellas para suspenderlo en el aire y leer el significado de aquella rigidez. A mi cabeza acudieron las imágenes de Rotterdam, su jovial aleteo alrededor del foco de la cabaña cuando mi vida era distinta, cuando estaba al otro lado de la línea de Berlín. Yo quería rescatarlo de la muerte, soplar y sentir entre mis dedos el inicio de su vuelo, pero ya no era posible.

Lo deposité cuidadosamente sobre una baldosa de la plaza y, sin dejar de pensar en la frivolidad de la existencia, coloqué mi equipaje en el maletero. Araceli ya se había sentado, dispuesta a quemar la última etapa de nuestro fin, y yo fui a despedirme del mosquito de Rotterdam, no hallándolo donde lo deposité; supuse que lo habría arrastrado el viento.

Arranqué el vehículo y empecé a maniobrar para salir a la carretera. En el pedal se fueron deshaciendo los restos del insecto, pegados a la suela de mi zapato.

2 comentarios

  1. Tu historia y la del mosquito son similares.
    Tu relato es alegórico pero yo también me hubiera divorciado (después de dejarlo tirado en el camino) de alguien con una obsesión tan estresante como la de la suerte del mosquito.

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