El vapor de las historias. Autor: María I. Escribano Albendea

Como una novia de metal, la Beyer Peacock lucía radiante ante la atónita mirada de maquinistas, viajeros y curiosos. Su morro negro se alzaba vanidoso, coronado por una elegante chimenea que en breve arrojaría al cielo los efluvios de una vida que comenzaba, y que prometía emociones intensas. A sus pies, ciento noventa y dos pasajeros resistían, sin separarse de sus equipajes, los envites del sol, ansiosos por inaugurar los dos vagones lacre con los que pronto compartirían confidencias.

Todo estaba listo para el gran momento; la locomotora pronto iniciaría su primer viaje y nada podía fallar. En la estación, las autoridades encabezaban la gran comitiva de curiosos que por nada se perderían el gran acontecimiento.

El maquinista accionó el mecanismo con la seguridad propia de los que conocen su trabajo. Entonces, la majestuosa Beyer Peacock dio sus primeros pasos. El primer chuc-chuc dejó boquiabiertos a los más jóvenes. Chuc-chuc, chuc-chuc… Los siguientes brotaron acompasados, impregnando la atmósfera de una prodigiosa sinfonía, buscando la ovación de los espectadores. Las notas iban surgiendo de la complicada maquinaria, una tras otra. El chuc-chuc de la vida se había puesto en marcha. El concierto de sonidos vaporizados se vio interrumpido por el aplauso espontáneo de uno de los asistentes, al que siguió el de la muchedumbre al completo, sin excepciones. A partir de aquel instante, la cabina bicolor, con sus ruedas rojas y las bielas del color del acero, pasaría a la historia de las grandes locomotoras a vapor.

El éxito del primer viaje traspasó fronteras y animó a otros muchos viajeros, ávidos de aventuras y emociones que solo se encuentran en tierras ajenas, donde el anonimato permite olvidar una cotidianeidad demasiado aburrida. En uno de esos trayectos, Juan conoció a Eva, y juntos iniciaron un viaje a lo más profundo del corazón, donde se tejen los recuerdos que quedan grabados para siempre. También sobre una de las mesas de cedro de los vagones, engalanados de fina tapicería color verde, descansaban entrelazadas las envejecidas manos de Miguel y Ana, dos ancianos dispuestos a gastar los ahorros de toda la vida en volver: volver a sus raíces, volver a su infancia, volver al lugar que los vio nacer, volver a crecer, volver a enamorarse. Otros, sin embargo, preferían viajar solos, sin compañías que enturbiasen los pensamientos más íntimos, los que no pueden compartirse por permanecer encerrados bajo siete llaves.

En ese tren también se escribirían cartas de amor, que no llegarían nunca a su destino; poemas; algunas novelas de misterio; incluso relatos sobre trenes…, porque en ellos se detiene el tiempo para dar libertad a la imaginación, y para contemplar cómo se suceden los espacios a través de los enormes ventanales: campo, casas, lagos, casas, árboles, casas…, lugares que pertenecen a otros, que observan, desde la quietud de sus hogares, el transcurrir del tiempo.

Los viajes se sucedían sin interrupción ni descanso, a medida que los paisajes se multiplicaban. El tren de acero taladraba la tierra y se sumergía en ella para luego emerger a más velocidad, demostrando que no había elemento que se le resistiese. También se atrevía con el cielo y emprendía el vuelo hacia lo alto dejando una estela de humo perfumado.

Las historias también se sucedían, algunas con idéntica temática pero distintos personajes; otras, las más hermosas, con final feliz; historias de hombres, de mujeres, de hombres y mujeres, de inquilinos fugaces, o de asiduos al traqueteo de los vagones… En definitiva, historias muy distintas, aunque compartían despedidas húmedas y reencuentros con sabor a besos.

Pero los años no pasaban en balde y los resortes de la máquina mostraban los síntomas de una cada vez más cercana ancianidad. Lo que había sido joven ahora era viejo y el metal revelaba el pasar de los años con aplomo, sabiéndose presa del olvido en un futuro no muy lejano. Sin embargo, la Beyer Peacock seguía siendo única. Ninguna de las máquinas recién llegadas había logrado superarla en belleza y distinción, por ello, había quien todavía prefería las incomodidades de la vieja locomotora porque solo en ella era posible viajar en el tiempo. Era como volver a otras épocas, olvidadas para algunos, no vividas para otros; no dolía pagar cuando el objetivo era soñar despierto.

La Beyer Peacock avanzaba a paso lento, transformando el chuc-chuc de juventud en ópera lenta que, sin dejar de ser bella, buscaba el abrazo de los nostálgicos. La música interior también había mudado haciendo cada vez más escasas las historias de viajeros. A pesar de ello, el alma seguía viva y mientras hubiera vida seguiría atravesando montañas, sobrevolando aguas, adueñándose de historias ajenas.

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El reloj de la estación marca las doce; Aurora lo contempla como una cenicienta encantada, ajena al ir y venir de viajeros recogiendo maletas, comprobando billetes, improvisando adioses, imaginando reencuentros… La reliquia devora-tiempos ya forma parte de su colección de imágenes hermosas, sobre las que luego escribirá delicados relatos. Su madre la llama desde el andén: su tren está a punto de salir.

Esta vez Aurora observa la máquina que las trasladará hasta la otra punta del país: es realmente hermosa. Decide retenerla en su memoria. Es como un gusano de acero, largo hasta perderse, de tacto frío pero suave, comprueba al acariciarlo. Es de un blanco inmaculado, solo interrumpido por ventanas diminutas que esconden un interior abarrotado de gente. Es lo último en trenes de alta velocidad; alcanzaría a la propia luz si se lo propusiese. Aurora lo contempla una última vez antes de subir a él.

Dentro la espera su madre, en los asientos que les han sido asignados. Realmente es un vagón de última generación, de acabados plásticos perfectos, con asientos reclinables, equipo de música y video incorporados. Aurora ocupa su sitio y observa cómo del asiento delantero se puede extraer una mesa auxiliar que, sin dudarlo, utilizará para retener en papel todo lo visto aquel día. Pero enseguida se pone en pie, quiere contar el número de pasajeros de su vagón, luego lo multiplicará por siete, el número total de vagones. Su madre la obliga a sentarse: el tren va a iniciar su salida.

Aurora apoya la cabeza en la ventana en busca de más imágenes memorables mientras el tren abandona la estación con movimientos suaves, y en silencio. A la pequeña no le gusta el nuevo escenario, solo hay desierto, tierra áspera atravesada por lanzas metálicas interminables. De pronto, el tren se detiene: otro, en sentido contrario, pide paso desde la lejanía. Aurora se reclina en su asiento. Desde esa posición puede observar a través de la ventana vecina. Y la vista es más emocionante. Se desplaza hasta ella. Al otro lado del cristal, una locomotora carcomida por los años descansa sobre raíles oxidados. A pesar de su evidente abandono, no ha perdido gran parte de su belleza. La cabina, negra y roja, parece de leyenda. Sobre su morro se alza una imponente chimenea. Aurora queda fascinada por la visión; su cerebro busca un hueco donde ubicar la vieja locomotora, entre los recuerdos de la infancia y los sueños que están por cumplir. “Algún día escribiré sobre ella”, se dice a sí misma.

El tren se pone de nuevo en marcha. Aurora aplasta su mano contra la ventana, como intentando atrapar la imagen de la locomotora que poco a poco se va desvaneciendo. La vieja Beyer Peacock ha vuelto a caminar, esta vez sin vapores sonoros, mientras sus ventanas reflejan la silueta blanca de un tren fantasma.

5 comentarios

  1. Que decir cuando tienes los ojos cristalinos.
    Alucinante. Me encanta como escribes, y como el relato está expresado, transmitido, redactado…
    Un gran aplauso para una gran escritora.

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  2. Que puedo decir? me he quedado con la voca abierta.
    Conozco a esta persona desde su mas tierna infancia y me emociona ver como interpreta sus pensamientos.
    Es una maravilla.
    Sigue asi, llegarás lejos.

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  3. En nuestras infancias siempre hay una locomotora y por ende un tren.
    Estos ejercen tanta atracción en los niños como un carro de bomberos.
    Volvi a mi infancia: fui Aurora.

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