Delicias Turcas. Autor: Eduard Figueres Volart

El primer contacto que tuve con Turquía fue de muy pequeño a través de la lectura de un libro que poco tiene de turco: Las Crónicas de Narnia. Ambientado en un mundo helado donde siempre es invierno pero nunca Navidad, en uno de los primeros capítulos aparece una Bruja de las nieves que se gana la confianza de uno de los niños protagonistas mediante una reconfortante merienda de toque oriental.

La Reina sacó de entre los pliegues de sus mantos una pequeñísima botella que parecía de cobre. Entonces estiró el brazo y dejó caer una gota de su contenido sobre la nieve, junto al trineo. Por un instante, Edmundo vio que la gota resplandecía en el aire como un diamante. Pero, en el momento de tocar la nieve, se produjo un ruido leve y allí apareció una taza adornada de piedras preciosas, llena de algo que hervía. Inmediatamente el Enano la tomó y se la entregó a Edmundo con una reverencia y una sonrisa; pero no fue una sonrisa muy agradable.

Tan pronto comenzó a beber, Edmundo se sintió mucho mejor. En su vida había tomado una bebida como ésa. Era muy dulce, cremosa y llena de espuma. Sintió que el líquido lo calentaba hasta la punta de los pies.

—No es bueno beber sin comer, Hijo de Adán —dijo la Reina un momento después—. ¿Qué es lo que te apetecería comer?

—Delicias turcas, por favor, su Majestad —dijo Edmundo.

La Reina derramó sobre la nieve otra gota de su botella y al instante apareció una caja redonda atada con cintas verdes de seda. Edmundo la abrió: contenía varias libras de lo mejor en Delicias turcas. Eran dulces y esponjosas. Edmundo no recordaba haber probado jamás algo semejante.

Las Crónicas de Narnia. El León, la Bruja y el Ropero. Capítulo 4: Delícias Turcas

(clica para ver la escena)

Quedé fascinado por el exotismo de tal merienda. Acostumbrado a un bocadillo de jamón, las delicias turcas me sonaban a algo muy lejano y especial. En mi imaginario infantil se grabó la imagen de que Turquía era un lugar mágico, muy frío y repleto  brujas con trineos tirados por caballos blancos. Con el tiempo, la imagen que tenía de Turquía cambió. No me parecía que pudiera ser un lugar tan frío por lo que pensé que debía ser muy caluroso. Tampoco podía ser mágico, así que las brujas fueron sustituidas por mercaderes bigotudos y los trineos de caballos por caravanas de camellos. Pero mi segunda visión tampoco era del todo acertada…

***

Llego una tarde  de diciembre al aeropuerto internacional de Izmir, la tercera ciudad de Turquía después de Istambul y Ankara. Sin apenas haber respirado el aire turco, tomo un tren que serpentea la costa egea en dirección sur. Mi destino es un pequeño pueblo llamado Selçuk. El tren se detiene después de dos horas de viaje. Es el momento de hacer pie en Turquía.

Pronto me percato de que la imagen de tierra soleada y calurosa no es tal como yo pensaba. Al menos en el mes de diciembre. Qué ingenuo…  El invierno turco nada tiene que envidiarle al nuestro. Hace un frío que pela y una densa niebla no permite que vea más allá de cinco o seis metros. Mañana tendré que comprarme un gorro. Uno de esos gorros de color negro que he visto que llevan los hombres que me acompañaban en el tren, unos hombres que sí se ajustaban al prototipo turco que tenía en mente (bajos, corpulentos y con bigote). Como mínimo en algo habré acertado… Me dirijo a uno de estos  bigotudos y con mis escasísimas nociones de turco le pregunto si sabe donde se encuentra mi hotel mientras le muestro un lamentable mapa sacado del google. Affedersiniz, nerede hotel Canberra? El señor no lo conoce y pide ayuda a otras personas que también han bajado del tren. No lo tienen claro y quieren que les concrete alguna cosa, pero no hablan inglés y yo no me aclaro con el turco. Me acompañan por calles oscuras hasta un colmado donde parece ser que veremos la luz. El vendedor habla un poco de inglés y entre todos acabamos descifrando mi mapa. Entonces, uno de los señores me indica que lo siga. Me guía hasta la puerta del hotel. Antes de irse, mediante gestos y palabras a caballo entre el turco y el inglés, me pregunta que de donde vengo. Le digo que de España. Entonces, para demostrar la hermandad de estos dos pueblos se coge las dos manos bien fuerte mientras dice enfáticamente:  Ispanya,  Türkiye,  Ispanya,  Türkiye… Le doy las gracias. Él me las da a mi. Intercambiamos un apretón de manos y se va.

Una vez instalado salgo de nuevo para ir a comer algo. Selçuk es un pueblo muy turístico en verano porque se encuentra muy cerca de la costa egea y de las impresionantes ruinas de Éfeso. Sin embargo, en invierno no hay apenas turismo a excepción de algún japonés aventurero. Me fijo en que las calles están vacías. Los hombres se refugían dentro de cafeterías donde practican un juego de mesa que llaman Tavla (backgammon) mientras beben un reconfortante té caliente. Las tiendas cierran cuando se pone el sol y sólo los restaurantes y las pastelerías se mantienen abiertas. Entro en un pequeño restaurante y pido un lahmacun (una especie de pizza turca) mediante señas. El muchacho que me atiende no puede evitar que una tímida sonrisa se le escape al verme gesticular de tal manera. Un hombre mayor, que supongo que es su padre, nos observa desde detrás de la barra con una expresión muy afable.

Acto seguido, el chico se pone a amasar la base de la pizza y la rellena con carne picada, cebolla, perejil, tomate fresco y un huevo. La pinta es fantástica y además la van a hacer al horno de leña. El problema es que llevo todo el día sin comer y esta espera promete ser agónica… En el momento en que mi estómago empieza un estruendoso recital lírico en protesta por el martirio al que le estoy sometiendo, el señor me trae una ensalada de tomate, cebolla y perejil acompañada de un poco de pan. ¡Eureka! Aunque no la he pedido no puedo evitar zampármela en un santiamén. Desde detrás oigo que me desean un Bon appétit. La pizza humeante llega rápido y la engullo con un afán irrefrenable. Entonces, el chaval, que todavía no consigue vencer a su sonrisa juguetona, me trae un té y me dice present, present. Después del suculento banquete que me acabo de regalar, puedo saborear el té con calma y sin prisas. Aprovecho el momento de sosiego para leer un tríptico que me han dado en la oficina de turismo de la estación  y que trata sobre la historia de Selçuk. No sabía que la Virgen María, acompañada de San Juan evangelista, hubieran vivido y muerto cerca de este pueblo… Quizás en el fondo sí que se trata de un lugar un poco mágico. Pido la cuenta y sólo me cobran el lahmacun. ¡Cinco liras! Dos míseros euros por una excelente cena que me ha resucitado. Me despido del chico risueño y salgo a la calle.

Con el calor del té casi me había olvidado del frío. No me extraña que los turcos se encierren a beber té y a jugar a los dados porque esta fría humedad es insoportable. A un par de calles me topo con el vistoso escaparate de una pastelería. Está repleto de tesoros dignos de la cueva de Alí Babá: pastelitos brillantes de todos los colores, rubíes y esmeraldas azucaradas, backlavas orientales bañadas en miel… Hay una especie de lingotes cuadrados que me llaman la atención. Decido entrar para probarlos. ¡Ábrete, sésamo! Me atiende un hombre que habla un poquito de inglés. Le pregunto como se llaman esos cuadraditos multicolores y me dice que son Turkish Delights. ¡Delicias Turcas! Automáticamente le pido que me sirva un par para probarlas. El tipo me envuelve las delicias en un papel y cuando me meto la mano en el bolsillo para sacar la cartera me dice No, no… a present. De camino al hotel me deleito con el sabor de mis primeras delicias y las imágenes de la bruja de Narnia me vuelven a la cabeza. ¡Por fin he podido probar aquellas enigmáticas golosinas del cuento! En una plaza me topo con una solitaria estatua de Ataturk, Mustafá Kemal, el padre de la Turquía moderna. Está iluminada con dos focos y proyecta unas sombras pronunciadas. A estas horas el pueblo está desierto. Es de noche y hace mucho frío. Me quedo un rato contemplando a Ataturk. Pienso en Turquía y en las personas con las que he coincidido este primer día. Es en ese momento cuando dos pensamientos relampaguean en mi cabeza. El primero es que las auténticas delicias turcas no son su repostería. Las auténticas delicias turcas son sus gentes. El segundo es que al fin ahora sé lo que le ofreció la Bruja a Edmundo: una buena taza de Salep acompañada de ricos  Lokums. ¡Auténtica gastronomía anatólica! Quizás esa Bruja era de ascendencia otomana…

Un comentario

  1. También tu relato es una delicia (desde el punto de vista de la narración).
    Ahora heredo yo las ansias por probar el lokum…con el agravante de que soy diabética, entonces….

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