La naranja en el bolsillo. Autor: Liliana Villanueva

En el mercado de frutas de Ciudad Vieja compro cebollas, jengibre, rúcula, albahaca, un cuarto kilo de coco rallado. El señor de las hierbas me da una receta para hacer sopa de rúcula. La receta no es de él sino de su mamá, me dice. Lo miro extrañada, el hombre debe tener unos setenta años. Se da cuenta de mi mirada y me explica, con una sonrisa: “Es que mi mamá tiene noventa”. Una señora le dice al vendedor de quesos: “Que esté fresco, ta?”. El vendedor le responde: «Con este frío, amiga, ¿Cómo no va a estar fresco?”.

Hace frío este junio en Montevideo, el viento helado silba entre los puestos, el mar se retuerce al fondo de la calle. Pareciera que con el frío los puesteros se ponen más chistosos: “¿Joven, qué llevamos hoy?”, le dice el vendedor de pescado a una viejecita encorvada. “Cuídese la tos, vecina”, me recomienda un mulato de cara amable que vende frutas. Su socio es muy gordo, con una gordura como un salvavidas a la altura de la cintura, como si su cuerpo se hubiera concentrado ahí. Su cabeza está extrañamente pelada, unas tiras de pelo ralas separadas algunos centímetros entre sí no llegan a cubrir del todo la piel rosada.

Miro los precios de las naranjas y comparo. El hombre canta con voz aguda: “Tre kilo veinte, tre kilo veinte”. Hace una pausa en su cantinela y me pregunta qué voy a llevar. Cuando lo hace me sorprendo porque le cambia la voz: ahora es grave, agradable. Quizás cuando llega a su casa su cuerpo también cambia, abraza a su mujer y se transforma en un Adonis. Compro tres kilos de naranjas y ya está, no necesito nada más. Espero el cambio y cuando el Adonis me lo da, agrega una naranja, de yapa. Tengo las manos llenas y las bolsas llenas y entonces él me señala el bolsillo del abrigo. El hombre se estira ágil y me pone la naranja en el bolsillo. Y es por ese gesto, por esa naranja en el bolsillo, que me acuerdo. Me acuerdo.

Camino por la peatonal Sarandí y me llega el recuerdo como si hubiera estado esperando, en fila, en algún lugar de mi memoria: Stepanakert, capital de la autoproclamada República de Nagorno Karabaj, enclave armenio en medio del territorio de Azerbaichán, veinte años de guerra y muchos más de pobreza. Y una historia de muerte atrás: 1915, dos millones de armenios desterrados de sus pueblos, muertos de hambre en el camino hacia la nada, hacia los desiertos de Irak, las «marchas de la muerte» impuestas por los turcos, el primer genocidio del siglo veinte, mientras el mundo se mantenía ocupado con la Primera Guerra. Y después, la invasión soviética. Y Stalin.

Recuerdo la salida muy temprano por la mañana desde Yerevan, el Ararat emergiendo detrás de las nubes como en un sueño, del otro lado del límite con Turquía. En los años veinte, Lenin había regalado el monte sagrado de los armenios a los turcos. El Ararat bíblico, donde se cree ancló el arca de Noé, se ve, naranja y rosa, a la derecha de la ruta, las laderas nevadas iluminadas por el sol. Se ve, pero no se toca. El monte, inalcanzable, mudo, nos acompaña durante casi una hora para quedarse luego atrás, cuando el auto gira a la izquierda y entra a las cadenas de montañas.

Viajo con dos periodistas alemanes que están cubriendo la reelección presidencial en Armenia. Aprovechamos este viaje para conocer el enclave. El chofer armenio, Grevorg, nos había venido a buscar al hotel antes de que saliera el sol. Grevorg maneja tranquilo, conoce el camino. En el tablero, pegada entre los instrumentos de manejo, una cruz de madera parece indicar, como una flecha, el camino que avanza y sube, hacia las alturas del Alto Karabaj, ubicado a más de diez horas de viaje de Yereván.

En el paso de montaña Saravan, a unos 2000 metros de altura, la nieve de la ruta se confunde con la niebla y el blanco del cielo. Hace frío cuando empujamos el auto sobre la ruta de hielo, hace frío entre las montañas nevadas. Llegamos a rutas de barro, vemos pueblos enteros vacíos, incendiados, abandonados de toda vida.

Entramos a Suchi, una ciudad devastada por la guerra. Los edificios son ruinas y parecen vacíos, pero se ven algunas señales de vida: ropa de bebé colgada en un balcón de chapas oxidadas, una antena parabólica de televisión orientada hacia el norte y, en la calle de tierra, una niña vestida de rojo llevando de la mano a un chiquilín con capucha de lana. ¿Adónde van? ¿De dónde vienen? La ciudad entera está en ruinas, ruinas y más ruinas. El resto es pobreza.

En medio de los edificios derruidos, aparece una iglesia blanca, blanquísima, la torre del campanario está abrazada por andamios, dos obreros pican cascotes, una grúa inmóvil como una cruz inmensa, se mueve sin hacer ruido. Enfrente, del otro lado de la calle seca, un triste bloque de viviendas industrializadas de la época soviética se extiende en todo su largo hacia lo que parece ser el fin del pueblo, el fin del mundo.

En uno de los pisos vive el obispo. La entrevista dura menos de media hora. El joven obispo no habla de religión sino de política. Con grandes gestos y grandes frases nos dice: «No renunciaremos a lo que es nuestro por los errores políticos de Lenin y de Stalin». Además del regalo de Lenin a los turcos, los bolcheviques habían incluido al Alto Karabaj dentro de la República Socialista de Azerbaichán, los enemigos históricos de ascendencia turca, en una estrategia de «divide y triunfarás» con la geometría simplista de Stalin, georgiano de origen. El nombre mismo del enclave es un resumen del acoso y la opresión de este pueblo: “Nagorno” significa “montañoso” en ruso, la palabra “Karabaj” es de origen turco-persa y se traduce como “jardín negro”.

Mientras habla, el obispo acaricia uno de los cuatro teléfonos de su escritorio. Miro los teléfonos, son de bakelita en diferentes colores: violeta, amarillo, rojo y celeste. El obispo nota mi mirada y explica: «Son para llamadas diferentes, locales, internacionales; el rojo es para llamadas a Armenia». Del celeste no dice nada, quizás se trata de su conexión directa con Dios.

En la plaza central saco algunas fotos. Soy la «fotógrafa oficial» del grupo y una especie de corresponsal nómade del servicio español. Una anciana se me acerca. Está vestida con un piloto de lluvia que semeja un uniforme verde oliva, limpio y bien planchado, pero demasiado grande para ella. Viene a pedir limosna. Habla en armenio, después en ruso: ¡Diévushka, diévushka!, ¡chica, chica! La piel de su cara es pura arruga, parece de cuero. Me asombra la gente en este país, son pobres pero de una pobreza diferente, ordenada y limpia, una pobreza digna. La mujer saca de debajo del piloto un pequeño bulto hecho con un pañuelo anudado. Desanuda el pañuelo y veo una pila de documentos perfectamente ordenados. Saca una foto y me la muestra, es la foto en blanco y negro de una mujer joven, hermosa, con ojos marrones enormes, dulces, en uniforme de guerra.

«Eta iá», me dice, señalándose el pecho, “Ésta soy yo”. Acerco la foto y veo que está engrampada a un documento con el dibujo de una medalla: Guerói Vainá, que en cirílico significa «Héroe de la Guerra».

«Luché contra los alemanes», me cuenta orgullosa. Y yo miro a los dos periodistas alemanes del otro lado de la plaza, fumando un cigarrillo, que me hacen señas para que apure el trámite. La mujer me muestra una foto de su hijo, un muchacho con los mismos ojos de la madre, caído en la guerra contra los azeríes.

¿Qué limosna se le puede dar a una heroína de la Segunda Guerra Mundial? Estoy confundida, tendría que entrevistarla, ayudarla, ir a su casa, invitarla a un café. Los alemanes están subiendo al auto y sé que tengo que irme, no puedo quedarme ahí más rato. Busco en mi cartera y saco un billete del monedero, tiene muchos ceros, pero no llego a calcular de cuánto es. Se lo doy a la mujer, la abrazo rápidamente para no mirarla a los ojos, con el temor de haberla ofendido. Me voy, casi corriendo, hacia el auto, muda de vergüenza.

Y después, en Stepanakert, entrevistamos a un ex periodista de 38 años, ahora presidente de una república independiente no reconocida por nadie, con la excepción de Armenia. Saco fotos mientras los alemanes hacen sus preguntas. Más tarde saco fotos de ministros, de guerra, de economía. Aún falta la entrevista a un francés de la Cruz Roja. Pregunto a los alemanes si me necesitan y me dicen que no, que no hacen falta fotos. Quiero estar un poco sola, lejos de discursos oficiales.

Voy al mercado que está pegado al edificio de la Cruz Roja y me alegro como una niña de tener toda una hora para mí, en este país de Kaláshnikovs y gente que habla un idioma puro checheche y chuchuchu. Y esas caras indescifrables, incomprensibles como su idioma, caras que no parecen haber reído nunca.

Estoy frente al mercado y algo me retiene, es el temor de perder la cámara fotográfica, los rollos de film, todo mi trabajo. Guardo la Nikon en la cartera y no me gusta eso de tener miedo. Pero el miedo tiene dos caras, el miedo es el compañero de los tímidos, de los que se arrojan al vacío. Tomando impulso, entro al mercado con cara indiferente, jugando a ser normal. Y funciona, nadie me presta atención. Agradezco el haber nacido morocha: en la mayor parte del mundo me confunden con una persona del lugar, en Uzbekistán y en España, en Irán y en Israel, hasta en Rusia, piensan que soy del Cáucaso, o francesa. Camino entre los puestos y escucho a los vendedores gritar. Seguramente dicen: “Tre kilo veinte, tre kilo veinte”, en su idioma (aunque eso lo pienso desde aquí, desde ahora). Veo algunas caras rusas y aunque no me guste reconocerlo, me siento a salvo. Sé que son posibles salvavidas, a los rusos los conozco, de los armenios sé tan poco.

Camino bajando la mirada, veo frutas frescas y verduras apiladas en cajas sobre la tierra seca, incrédula del hecho de que hasta en los países más pobres las naranjas sean de color naranja, asombrada de que, aunque el estado de sitio sea perpetuo, en la tierra sigan creciendo papas. Las manzanas son rojas y amarillas, la lechuga es de un verde reluciente, mientras que todo el resto es gris, de un gris permanente. Los vendedores me ofrecen su mercancía. Uno de ellos grita algo, le faltan cuatro dientes. Cuando paso frente de su puesto le da un codazo a su mujer, que cuando sonríe muestra sus dientes de oro. Me señalan las verduras: rábanos, un repollo, cebollas muy blancas. Digo que “no” con la cabeza, no sé cómo hablar, en qué idioma. Hay muchas mujeres vendedoras, es imposible saber qué edad tienen, ¿treinta, cuarenta, ochenta, doscientos años? Casi todas tendrán hijos o maridos, hombres perdidos en la guerra. Imagino sus retratos en sus bolsillos, como pequeñas urnas, protegidos por un pañuelo. Una mujer gorda y bella me mira a los ojos. Es más ancha que su puesto de cuarenta por cuarenta centímetros, su puesto es una mesita donde se exponen semillas. Me acerco. Tiene semillas de girasol peladas. Las semillas me pueden. Ve mi interés y toma un puñado de semillas. Con gestos me dice: “Sí, sí”. Toma mi mano y, armando un hueco, me da las semillas como si me estuviera dando un pájaro recién nacido. Intento sacar la billetera de la cartera pero ella dice: “No, no”, con la cabeza, con los brazos. Le agradezco con la única palabra que sé decir en armenio: “Shnorakalutiún”. Podría haberle dicho “Mercí”, como dice todo el mundo aquí, pero ya que aprendí esa palabra, la uso. Se alegra de poder charlar y me habla en armenio, pero yo, ahora en ruso: “Niet, no, no hablo armenio”. Ella habla ruso, se la entiende perfectamente. Tiene ojos claros, pero todo, sus rasgos, su piel, su ropa, su actitud, parecen indicar que es armenia. Me pregunta cómo me llamo. “Lili”, le digo, y pienso en lo tonto que suena mi nombre en estos lugares. Lili es nombre de cabaretera, de puta francesa. Pero no es tan raro, en armenio también existe el nombre: Lilí Berberián, la amiga de Natasha, con la que cené anoche en Yereván.

La mujer de las semillas se ríe y grita: ¡Lilí!, ¡Lilí! Y se acerca otra mujer curiosa. Me la presenta y le pasa un brazo por el hombro. Son amigas, se llaman Soya y Svetlana, son nombres dulces (“sviét”, en ruso, significa flor, colores); nombres de flores para mujeres rudas, maduras, viudas de guerra. Me preguntan de dónde vengo y cuando les digo, gritan de felicidad: ¡Arguentina!

Me hablan en ruso y en armenio, me preguntan cosas. Se acerca otra mujer bajita a la que le cuentan, señalándome: “Mira, es de Arguentina”, como si ya supieran todo sobre mí. La mujer bajita me pregunta: «¿Te gusta Stepanakert?»

Qué contestar a esa pregunta. Como en Rusia, no se puede decir que es lindo. Todo lo que no es lindo, es interesante. Digo: “Es muy interesante”. Las tres mujeres se miran entre sí, incrédulas. ¿Interesante? ¿Qué puede tener de interesante la pobreza, la guerra? Pero ellas se olvidan rápido, quieren charlar pero tienen que volver a sus puestos, a su trabajo. Antes de que yo me vaya, me piden que les saque una foto juntas y las tres amigas se arreglan coquetas mirándose a un espejito que pasan de mano en mano. Una de ellas se colorea las mejillas con un masaje rápido; otra se arregla el pañuelo de flores y esconde un mechón de canas; la tercera se plancha el busto con las manos.

Les saco varias fotos y les pregunto adónde debería enviarlas. En un papel de envolver, la vendedora de semillas me anota una dirección: «Úlitza Revoluzi, 43. Stepanakert». Eso es todo, las calles todavía tienen nombres soviéticos, no hay códigos postales, ni siquiera escribe el nombre del país. Me prometo enviar las fotos, me pregunto si alguna vez llegará un sobre a ese enclave. Me abrazan a modo de despedida, cada una me da tres besos en las mejillas, me palmean la espalda. “No nos olvides”, dice una de ellas, y me mira a los ojos.

Tantas veces escuché esa frase en el Cáucaso, la misma frase de los refugiados de Abjacia en Tiflis, de los rusos que quedaron varados en las ex repúblicas después del colapso de la Unión Soviética, de los viejos exiliados españoles en Moscú: «No nos olvides».

Cuando estoy por salir del mercado, el vendedor de frutas y verduras al que le faltan dientes me llama,  también quiere una foto. Se abraza en pose acercando a su mujer de dientes de oro, que lo rechaza jugando. Se agregan otros: “Yo también, yo también”. Me llenan de papelitos para que les envíe las fotos. No sé más cuál es cuál.

Ya se pasó la hora. Ni bien salgo a la calle me encuentro con los alemanes. Klaus quiere comprar música, le digo que vi un puesto de cassettes al final del mercado. Vuelvo a entrar, ahora con ellos, aunque preferiría quedarme afuera esperando: No se entra dos veces en el mercado de Stepanakert. ¿Qué pensarán de mí los puesteros, que ya se despidieron con besos y abrazos?

Guío a los alemanes entre los puestos, quiero explicarles dónde, pero ellos no necesitan guía. Miran todo y tocan todo con seguridad, parecen los dueños del mundo. Ni siquiera ocultan sus cámaras. Cuando paso por los puestos, los vendedores me saludan tímidamente. Pasamos por el puesto de la vendedora de semillas y cuando me ve, como si nos hubiéramos despedido hace un año me grita: «¡Lilí, Lilí, qué alegría verte!» Sus dos amigas me saludan con la mano y los alemanes me miran de reojo, algo extrañados. Pero no hacen preguntas.

Klaus compra algunos cassettes de música turca y cuando estamos por salir del mercado, el vendedor al que le faltan algunos dientes me hace señas con la mano, para que me acerque. Recoge tres naranjas y me llena los bolsillos de naranjas. Es un gesto que me hace reír. Me río, para no emocionarme. Es un gesto que guardé en mi recuerdo y que ahora, cuando camino por la Ciudad Vieja, me abriga del frío, mientras acaricio con la mano la naranja en mi bolsillo.

2 comentarios

  1. Me quedé con el alma a flor de piel!
    Esas tres mujeres en el mercado de Stepanakert, esos «no nos olvides» de tantos desposeidos a los que finalmente no podemos hacer otra cosa que olvidarlos o esconder sus recuerdos en los recovecos de la memoria… y el amarillo de las naranjas maduras, que pesan en la nostalgia y en los bolsillos del abrigo.
    Precioso!

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