Senza fine. Autor: Julene Lure

Lo encontró de chiripa entre la caja de pertenencias de su padre. Las aventuras de Huckleberry Finn, edición de 1954.  Abrió el libro por una página al azar y un  olor acudió como un rayo a su nariz, como si el aroma lo hubiera estado esperando a él desde hace mucho tiempo.  Lo penetró, lo invadió, lo transportó a una orilla muy lejos de allí, de Milán y sus calles grises,  de los cafés carísimos y los trajes relavados.  Aquel olor le pareció una mezcla de aroma a natillas, arena y moras, y lo que era más importante, no era la primera vez que lo olía…¿pero dónde, cómo, cuándo?  Lo más probable es que hubiera sido en Atrani, donde por evocación sentía  ahora que tenía a remojo sus pies, sobre las piedras calientes de las playas volcánicas amalfitanas. Pero eso era todo.  Acercó el libro a su cara, violentamente, con ansia de desaparecer de aquel despacho en la planta veinticuatro, e inspiró fuerte contra el hueco que formaban las páginas 64 y 65 de aquel libro de aventuras.  De repente al abrir sus ojos no solo alcanzaba a a ver sus pequeños pies bajo una fina película de agua que iba y venía, sino que observó sus manos, y como de una de estas pendía una pala, y un poquito más allá a su derecha un cubo vacío que luchaba por mantenerse en pie en contra de las olas. “Peppo, no te metas más adentro, vale? ¡Qué yo te vea!”, escuchó que gritaban a su espalda. ¡Peppo! Hacía décadas que nadie lo llamaba así, desde que decidió que él era un tipo duro, respetable, adorado en las altas esferas de la moda y la sastrería Milanesa.¡ Era Giussepe Fiorentini! Ya no había Peppo alguno ni siquiera para su madre.  Y sin embargo, en esa pequeña ensoñación producida por un simple respiro, echó de menos  aquella parte tan enterrada suya, la del niño gordito que se empeñaba en montar castillos sin tener arena y no tenía preocupaciones de etiqueta, ni ambiciones de aparentar vidas perfectas. Pasó  la tarde  inspirando, suspirando, aspirando incluso con la  boca todos los recuerdos que habían quedado presos entre dos páginas del libro que ojeaba su padre aquella tarde en la que le echaba crema a Peppo por la espalda, y unas pocas gotas fueron a caer  sobre  sus letras. Lo revivió todo; el heladero que venía de Maiori con su congelador rosa, la gloriosa voz de Ornella Vanoni interpretando “Senza Fine” como si fuera la original y única a través del transistor de su tío Paolo; las chicas guapas del pueblo sentadas en las rocas, jugando a que no les importaban los chicos guapos del pueblo o los pistachos que sacaba su madre del bolso a media tarde. Y una vez tuvo el cuadro completo al que poder asomarse de vez en cuando cerró el libro, guardó su pueblo en el segundo cajón de su escritorio y aterrizó limpiamente sobre la silla de cuero de su despacho en la ciudad.

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