Encuentro en Colonia. Autor: Félix Remírez Salinas

El rojizo display que indicaba la velocidad del tren rápido ICE dejó de señalar los doscientos kilómetros por hora para apenas marcar cincuenta. Aunque no sabía alemán, creí  entender en la metálica megafonía que nos acercábamos a Colonia, impresión que corroboré con el inquieto movimiento de los pasajeros cuando empezaron a coger sus maletas y situarse en el pasillo.

Estaba nervioso. Y, a ciencia cierta, no sabía muy bien cómo debería actuar. Sólo tenía un nombre, un número de teléfono y unas memorias que señalarían un antes y un después en mi vida.

He de reconocer que nunca se me hubiese ocurrido comenzar este viaje si no llega a ser por el ineludible deber que me impuso mi abuelo materno poco antes de fallecer. Yo siempre había estado muy unido a él de modo que, cuando me llamó al hospital y me entregó el sobre que habría de hacer llegar a una tal Helga Hinsmayer, no hice preguntas y me sentí dichoso de haber sido yo el elegido para cumplir una de sus últimas voluntades. Tampoco puse en cuestión su petición de que no dijera nada a mi madre. Poco más pudo explicarme ya que su corazón decidió que era el momento de abrazar las nubes y navegar al cielo. Mientras las enfermeras intentaban infructuosamente amarrarlo al bolardo de la vida, me senté en uno de los bancos del hospital acariciando el paquete y preguntándome por qué sería tan importante para mi abuelo.

Con los nervios del funeral, el sobre quedó olvidado sobre la cómoda de mi habitación al menos durante una semana hasta que, una tarde, me percaté de que estaba allá, esperando a que yo cumpliera la promesa hecha en la clínica. En su exterior, aparecían sólo un nombre de mujer, un teléfono y una ciudad: Colonia.

Encendí un pitillo y observé las nubes plomizas que llegaban del oeste y que anunciaban tormenta. Comenzaba a oscurecer y las luces de los apartamentos iban dibujando figuras caprichosas sobre las paredes de los edificios. Encendí la lámpara de la mesita y me senté en el sofá, junto a la ventana. Abrí el sobre casi con reverencia y sentí una cierta desilusión cuando comprobé que era un bloc sencillo, amarillento de tiempo y polvo. Se trataba de un diario manuscrito por mi abuelo. En la primera de sus hojas había una dedicatoria: “A Helga, mi compañera tierna”.

Quedé tan sorprendido que tardé en reaccionar. Mi abuela era aragonesa y, por descontado, no se llamaba Helga. Quise suponer que aquel nombre correspondería a alguna novia de juventud. Siempre había oído que mi abuelo, de joven,  fue apuesto y avezado galán. Mas la segunda página me sacó de toda duda. Comenzaba con una fecha. Diez de mayo de 1966. Y hasta donde yo sabía, mis abuelos se casaron a mediados de los cincuenta. Así, pues, mi abuelo había tenido una doble vida de la que ni yo ni nadie de mi familia conocíamos nada. Entendí por qué el muy puñetero me había pedido que no le contara nada a mi madre. De hacerlo, se moriría del disgusto. Debió ocurrir en aquellos años en que su empresa – era ajustador mecánico- lo envió a unos cursos trimestrales en Alemania. Era una anécdota en su vida y apenas la había mencionado. Según él, un trabajo más. Sentí una especie de vómito interior, como un efluvio de rabia que me amargaba el paladar y el alma. Me sentía engañado, traicionado. La idea que yo tenía de él era un espejismo. De pronto, aquel hombre se me antojaba un desconocido. Pensé en mi abuela, en si ella llegó a saber algo de aquellos cuernos inmerecidos, en si aquel romance fue pasajero o perduró por muchos años. Sabía la respuesta. El sólo hecho de que me hubiera encargado llevar el diario a la señora Hinsmayer denotaba que, aún en su lecho de muerte, mi abuelo estaba pensando en ella.

Comenzó a llover con fuerza. Al fin, la lluvia acumulada en las densas nubes había conseguido liberarse y caía sin contemplaciones sobre las calles, como si el destino hubiese preparado un escenario apropiado para mi estado de ánimo. Leí la primera frase:

  • Hoy te he besado. Parece imposible que sienta lo que siento, que hayas invadido mi corazón como lo has hecho. Yo no quería enamorarme. Tú lo sabes. Estabas hermosa esta tarde en el “Volksgarten”, cuando te reías de mi torpeza mientras remaba en el botecito del lago. Menos mal que hablas español. Hubiera sido horrible no podernos entender, no ser capaz de decirte cómo has removido mi vida. Sé que me enseñarás alemán. Ya lo has hecho hoy, un poquito,  cuando me decías “Ich liebe dich”[1].

No pude continuar leyendo. Arrojé el diario sobre la mesa y me fui a la cama. No dormí. A veces, en la duermevela, creí soñar con mi abuelo que me llevaba a pescar truchas al río y, en estas visiones, la corriente del arroyo se entremezclaba con el estanque del parque alemán y, entonces, me sobresaltaba. Tenía la garganta seca de desasosiego y tuve que levantarme varias veces a beber un vaso de agua fría.

No sé muy bien cómo se ordenaron mis pensamientos aquella noche. Ni cómo mis sentimientos, que ya no eran los mismos, se acomodaron a la situación. Quizá me ayudó el hecho de que cualquiera que fueran las cuitas pendientes entre mis abuelos ya estarían resueltas allá donde estuviesen ahora si es que existe  algún lugar donde reposar tras el último día. Y, si no lo hay, poco importaba que existiera Helga Hinsmayer. Nadie le iba a reprochar nada. Sea como fuera, el caso es que, al amanecer, me sentía más tranquilo y decidido a cumplir la promesa de entregar aquel cuaderno a una mujer aún desconocida para mí. Dos días después, un Airbus de Lufthansa me trasladaba a Frankfurt. Un vuelo tranquilo. Tomé el tren en el propio aeropuerto y me dirigí a Colonia.

Así que allá estaba, en el pasillo del vagón, como todos los otros pasajeros, esperando que el tren llegara a la estación. Este había disminuido su velocidad a casi el caminar de un hombre mientras cruzábamos por el Puente Hohenzollern. Me agaché para intentar ver su estructura por la angosta ventanilla. Una mole de acero poderosa, como un navío sobre el río, con miles de remaches trabajados a mano e introducidos en caliente por herreros expertos. Sus tres arcos se soportan sobre pilares de piedra que no fueron diseñados para el vértigo de las veloces locomotoras actuales. La lentitud con la que ahora el ICE se deslizaba era de agradecer. Observé las figuras en  cobre verde de los príncipes ecuestres, con sus cascos godos adornados con alas de águila. Las figuras, Federico III entre ellas, montaban guardia a ambos lados del río, mirando con un orgullo imperial marchito a los turistas en chanclas que se acercaban a la HauptBahnhof o a la ribera del Rin.

Mi maleta era pequeña. No esperaba estar más de un par de días en la ciudad. El plan era sencillo. Llegar al hotel, llamar a aquel número y confiar en que nadie conociera a Helga Hinsmayer, arrojar entonces el dichoso diario al río y volverme a casa. En la eventualidad de que la mujer me respondiera, decirle que deseaba verla para entregarle un paquete de mi abuelo Esteban, dárselo en cualquier lugar que acordáramos, volverme a España y olvidar todo aquello.

Un taxi, con un conductor de afilada nariz y pelo rizado tan negro como el carbón, me condujo a mi hotel, cerca de la Moltkestrasse. Desde la ventana podía ver el Hiroshima-Nagasaki Park. No había conseguido una habitación non-smoking, así que abrí el ventanal para airear el cuarto. La brisa de primavera me acarició la cara y un rumor de trinos se mezcló con el ruido de los vehículos que circulaban por la calle. Resultaba irónico pensar que aquella paz emanaba de un lugar con un pasado tan tumultuoso como el del parque. En efecto, las colinas del mismo se crearon amontonando los escombros de la ciudad tras los intensos bombardeos de la guerra. Al principio, sólo fue un lugar donde amontonar los desechos; con el tiempo floreció la hierba y las raíces de los árboles se entrelazaron con el terreno y las aves los  poblaron. De la destrucción surge, a veces, la paz.

Descolgué el teléfono. Marqué el número que mi abuelo me indicara y esperé. Escuché seis o siete tonos y, cuando ya creía que nadie contestaría, una voz amable me respondió:

–      Hinsmayer….Allo? Guten Abend…

Así, pues, la dama existía. Me había propuesto ser cortés a toda costa aunque cada vez que pensaba en mi abuela y en mi madre se me revolvían las tripas.

–      Buenas tardes- repliqué, vocalizando lentamente y confiando en que la señora continuara entendiendo el español- Perdone que la moleste. Mi nombre es Carlos Sánchez y soy nieto de Esteban Rangel.

Helga Hinsmayer debió intuir qué ocurría nada más decir el nombre de mi abuelo. O quizá ella ya sabía que si yo, algún día, la llamaba era porque él habría marchado. Hubo una pausa que a mí me pareció infinitamente larga. Creí escuchar un ligero sollozo al otro lado de la línea.

–      Señora Hinsmayer, ¿está usted ahí?- pregunté- me temo que debo transmitirle una mala noticia…

–      ¿Ha muerto, verdad? – oí decir en un castellano que me pareció impecable.

–      Sí, señora. Hace unas dos semanas. Me pidió que le entregara algo y he venido sólo para cumplir su último deseo. Si no es molestia, me gustaría verla lo antes posible ya que debo regresar a España …

Cruzamos las habituales frases de condolencia y, para mi sorpresa, me sentí cercano a aquella mujer desconocida que mostraba un sincero dolor por el fallecimiento de mi abuelo. Quedamos en encontrarnos al día siguiente, hacia las cuatro, justo delante de la catedral.

–      Es el lugar más sencillo para quedar. Lo hallará inmediatamente. Vestiré una chaqueta de punto verde. Un poco llamativa para mi edad pero confío en que sepa disculparme ya que de lo que se trata es que nos reconozcamos sin problemas.

Permanecí en la habitación aquella noche. Ordené un sándwich al servicio de habitaciones y vi un rato la televisión. No podía conciliar el sueño. Abrí el diario, al azar, y leí:

Hoy te invité a un paseo en barco por el Rin. Lo habían decorado con farolillos iluminados de colores de proa a popa y una orquestina interpretaba valses de Strauss. Bailamos. Yo tan patoso, tú tan risueña, con ese embrujo que me cautiva, con esos ojos tuyos que me embelesan cada vez que me miras. A tu lado no sé decirte cómo me hechizas. Por eso, quizá, lo escribo a solas, aunque luego no me atreva a enseñarte lo que pongo en el papel. Me moriría de vergüenza. Quizá algún día puedas leerlo.

Ese día que mi abuelo esperaba había llegado pero, para su desgracia, él no estaba. Y para la mía, yo era el que debía cumplir un encargo que me quemaba.

Por la mañana, salí a pasear. Cogí el sobre con el diario y me dirigí, caminando, hacia el centro histórico. Pensaba visitar la catedral antes de mi encuentro con la señora Hinsmayer. Seguí la Aachenstrasse hacia el oeste, deteniéndome de tanto en cuánto ante los tenderetes de frutas y verduras y las floristerías llenas de rosas, lirios y orquídeas. En NeueMarkt me entretuve en ver los juegos de las palomas y el trajín de los paseantes entre los puestos de un mercadillo de viejo, con casetas de madera, en donde vendían libros enmohecidos, cochecitos de madera y cachivaches de desvanes olvidados. En la esquina, saqué un par de fotos a la Iglesia de los Apóstoles, sólido templo románico con sus dos torres de tejados triangulares y con sus muros coronados de arcos apretados. Como aún disponía de tiempo, aproveché para visitar la tumba de San Bruno que permanecía custodiada por unos grandes cirios humeantes.

Me adapté pronto al horario alemán y, para las doce, estaba sentado en una terraza del Valentin’s Café, en la Ludwigstrasse, cerca de la Offenbachplatz, bajo una carpa recoleta y rodeado de grandes tiestos con petunias. Una cerveza de abundante espuma y finas burbujas, como a mí me gusta, hizo que me olvidara por un rato de mi misión en la ciudad. Un grupo de músicos se situó un poco más allá. Eran tres. Dos muchachos con guitarras y una chica, muy hermosa, con un cello. Interpretaban piezas clásicas adaptadas a sus instrumentos y, cada dos o tres piezas, la joven entregaba una bellísima sonrisa a cambio de unas monedas. Comí un filete con patatas gratinadas en bechamel que estaba delicioso. Mientras me traían el capuccino no pude resistirme a leer algunos párrafos más del diario de mi abuelo. En cierto modo me sentía culpable al hacerlo, como si estuviese profanando algo que no era mío, un secreto bien guardado y que ahora pertenecía sólo a Helga Hinsmayer.

  • Sabes que me debato entre el deber para con los demás y el deber a mí  mismo. Y, sobre todo, el deber de honrar nuestro amor. No me preguntas, no me dices nada, no me reprochas que haya ya cogido el billete de regreso. Y, sin embargo, me siento como el más mísero de los hombres. Qué complicada es la vida. Qué complicada. Estas semanas he decidido muchas veces que eres lo primero, que empezaré de cero, que olvidaré mi pasado. Pero, luego, me viene a la mente la carita de mi niña Silvia y me asusto pensando que preguntará por mí en la noche y que ya no podrá verme…. No quiero regresar. No puedo quedarme. Y muero porque me voy y moriría si me quedara.

Silvia es mi madre. Y para mi abuelo lo era todo. Muchas veces le había oído decir lo que la amaba más que a nada y, sin embargo, hasta ahora no me había percatado de lo que ese cariño incondicional había significado.

Tras el almuerzo, visité la Glockengasse donde se ubica la casa en la que, mucho tiempo atrás,  un comerciante llamado Mülhens inventó y comenzó a vender agua perfumada y que, en honor a la ciudad, recibe desde entonces el nombre de agua de colonia. Caminé también por la plaza del Ayuntamiento y lo que queda de la antigua judería. Deambulé por las calles antiguas del casco histórico y me senté en la Fischmarkt, la gran plaza que da al río. Al llegar a él, me apoyé en la baranda y me dejé llevar por la alegría de la ribera. Parejas que se besaban, niños que corrían con cometas, estudiantes que leían o conversaban sentados junto a la orilla, señoras que paseaban a un perrito o deportistas que hacían jogging se mezclaban en una amalgama multicolor que me hizo entender por qué a la ciudad se le llama “la ribera alegre del Rin”.

Una hora antes de las cuatro permanecía en pie frente al Dom. Dos agujas de ciento cincuenta y siete metros, esbeltamente alzadas al cielo, te hacen sentir pequeño ante Dios. Muros ennegrecidos por la historia y el tiempo que, sin embargo, bajo el ángulo preciso del sol adquieren un color dorado. Filigranas ingrávidas en cada rinconcito. Gárgolas que observan a los peregrinos. Gabletes y contrafuertes, pináculos florales, altos baquetones, arquivoltas decoradas con esmero, botareles y arbotantes esbeltos que se abrazan a las paredes de sillería. Aquí y allá, andamios con operarios en labores de restauración. La modernidad afeando el arte del pasado.

Si alguien me vio en aquellos momentos, pensaría que estaba idiotizado. Creo que permanecí un buen rato con la cabeza mirando hacia lo alto, sólo deleitándome con las volutas y los ornamentos serpenteantes que, a miles, adornaban cada metro del edificio.

Recorrí, luego, las entrañas de la catedral, caminando en torno al presbiterio y, cómo no, mirando casi siempre hacia arriba. Hacia los rosetones espléndidos y místicos que la luz solar envolvía en vida; hacia las columnas extremadamente delgadas para su altura y que milagrosamente parecían mantenerse en pie; hacia la telaraña de piedra, con diagonales y terceletes, que sostenía el techado; a los arcos apuntados; a las vidrieras tejidas por maestros artesanos, geniales y desconocidos, que me parecieron tan enormes que era casi imposible que se mantuvieran íntegras sin desmoronarse. En uno de los ábsides se oficiaba una misa. En una de las capillas poligonales, un guía se esforzaba por explicar a un grupo de japoneses a quién pertenecía el sarcófago de alabastro con una enorme figura humana labrada sobre él. Más allá, pendones de seda decoraban las paredes.

Salí. Sonó la campana de Santa Úrsula a las cuatro. Volví mi vista a la plaza, buscando disimuladamente a una mujer vestida de verde, protegiéndome de miradas ajenas tras el DomSpitze. No tardé en encontrarla. Puntual, llegaba por la Unter Fettenhennen. Caminaba despacio, con cierta cojera. Su pelo, recogido en un moño, era aún negro, teñido quizá. Llevaba un bastoncito en su mano izquierda y un foulard alrededor del cuello. Su piel arrugada no impedía comprender que había sido una mujer muy bella. Aún lo era. Hube de reconocer que mi abuelo Esteban, al menos, tenía buen gusto. Le calculé unos sesenta y cinco, unos diez años más joven que él.

Sonrió mientras extendía la mano para saludarme. Se la estreché y nos presentamos. Tenía los ojos tristes, de color miel, de mirada piadosa.

–      ¿Sufrió? – preguntó, y le tranquilicé diciéndole que estuvo siempre en buenas manos, con atentos cuidados médicos y en compañía de los suyos. Inconscientemente,  creo que debí dar una entonación especial a “los suyos” para demostrarle que no la consideraba a ella como parte de los mismos. Helga debió darse cuenta de ello y prosiguió- Creo que deberíamos hablar, no te parece. Tranquilamente. ¿Sabes que te pareces mucho a él? El verte me ha traído muchos recuerdos. ¿Has navegado por el Rin?

Contesté que no y ella me propuso tomar una de las barcazas de recreo que hacen un circuito turístico. Caminamos hasta el puente Deutzer y tomamos un billete. Nos sentamos en popa, lejos de un grupo de estudiantes que estaban más atentos a las chicas alemanas que al cauce del río. Al principio no charlamos apenas nada. Yo continuaba con las murallas del rencor levantadas y el hecho de que acabáramos de conocernos volvía la situación sumamente embarazosa. Le entregué el sobre y le expliqué cómo mi abuelo me había pedido, justo antes de fallecer, que se lo entregara. Lo tomó y, en un gesto casi instintivo, lo abrazó contra su pecho y su mirada se alegró como si le hubiera regalado un presente dulce. Fue un momento tierno, que me conmovió. Por mucho que mi mente se oponía a aquella relación, el evidente amor que ambos se habían profesado a lo largo de tantas décadas hacía que mis convicciones flaquearan.

–      Sé que esperas una explicación- dijo Helga y, haciendo algo que me sorprendió, me agarró la mano y me la apretó afectuosamente.

–      No creo que tengo derecho a entrometerme en la vida de mi abuelo y en la de usted- repliqué dubitativo.

El barco navegó durante dos horas. En medio del tajo de 400 metros de ancho que cruza la ciudad de norte a sur, las barcazas de carga se arrastraban lentamente y, al cruzarse con nosotros, hacían sonar las bocinas. Los catamaranes deportivos nos adelantaban veloces y sus ocupantes nos saludaban con la mano.

Helga Hinsmayer era una gran conversadora. Me contó de su juventud, cuando era recepcionista del hotel AltenHörg que hoy en día ya ha desaparecido. El hotel en que, precisamente, se hospedó mi abuelo. Me relató cómo había aprendido español en la escuela de idiomas de Dusseldorf porque su madre se había empeñado en que los idiomas eran la llave del éxito. Y, en cierto modo, el hotel la había empleado por dominar el inglés y el castellano. Me dijo cómo congenió enseguida con aquel español desconcertado que se sentía perdido y solo en una ciudad desconocida. De cómo ella, una tarde de soledad compartida, le invitó a navegar por el río tal como ese día estábamos haciendo nosotros dos. Y de cómo visitaron la catedral y Helga le explicó de las vidrieras de colores que transfiguraban la luz de la tarde; de Pedro el Gordo, la campana bamboleante más grande del mundo y que apenas se tañía; del relicario de los tres Reyes Magos, cofre dorado con arabescos intrincados que dicen guarda las reliquias de los hombres sabios; del enorme órgano que atronaba en los domingos de Pascua. De cómo él le hablaba de mi madre, su niñita pequeña entonces, y de sus aspiraciones y de sus sueños. De que se sentía prisionero de un mundo triste y gris, de un país renqueante y sumido en la negrura del franquismo, de cómo se le iba la cabeza cuando leía novelas de todo tipo y anhelaba vivir él mismo aquellas aventuras y aquellos sentimientos. Ninguno de los dos había buscado nada aparte de consolarse el uno al otro. Helga- me contó- se había divorciado en el 64 y no deseaba volver a ligarse a ningún hombre. Pero el destino no es amigo de componendas y fue trenzando lazos sutiles, intangibles, hilos de cariño, embrujos de complicidad y miradas de esas que duran más que el resto de la vida. En todo su relato, Helga no soltó mi mano hasta el punto de que cuando atracábamos de regreso en el muelle Frankenwerft, su tacto al principio ajeno y frío me parecía cálido y familiar.

–      ¿Sabes que a tu abuelo le gustaba bailar en estos barquitos?- me preguntó mientras la ayudaba a desembarcar. Sí que lo sabía y ella se dio cuenta de que algo había leído yo del diario.

–      Podemos cenar en una cervecería. A Esteban le encantaba. ¿Te apetece?

–      No quisiera importunarla- balbuceé, pero lo cierto es que mi reserva inicial había ya cedido y estaba deseando que la señora Hinsmayer me contara cuanto más mejor sobre mi abuelo. Estaba descubriendo un hombre distinto. Un hallazgo que llegaba con cierto dolor e incomprensión, es cierto, pero ahora tenía frente a mí una vida rica, interesante, compleja como es la vida de todas las personas que aman, llena de pasión, de ternura, de felicidad y de dolor, de añoranza, atormentada entre dos obligaciones. Ahora, más que soliviantarme por la vida ajena de mi abuelo, deseaba comprenderle y atisbaba la tristeza que debió arrastrar durante tantos años.

–      Nos escribimos siempre – me confesó Helga-. Seguramente no lo sabéis pero Esteban abrió un apartado de correos a donde yo enviaba mis cartas. Y él me las enviaba a casa. Las guardo todas, todas. Él no podía y, según creo, las quemaba una vez leídas. Nunca supuse que tuviera valor para conservar este diario con el relato de su estancia aquí.

–      ¿No se vieron nunca más?- pregunté.

–      Sí, otra vez, a finales de los ochenta. Cuatro días. No sé qué contaría en casa pero vino aquí y juramos que cambiaríamos nuestras vidas, que a su regreso se divorciaría y vendría a vivir a Alemania o yo iría a vivir a España. Pero luego, cuando llegó, al volver a veros, le asedió el remordimiento– tú eras un niño entonces y me contaba mucho de ti- y, poco a poco, fuimos abandonando todos los planes. No sé qué, pero algo ha alimentado nuestro afecto en la distancia. Será verdad que el amor auténtico se sobrepone a todo. Hasta yo misma me he sorprendido miles de veces al despertarme cada mañana amándole, aún cuando no podía tenerle, tocarle, besarle, aún cuando sabía que dormía con otra mujer. O quizá es que siempre he estado un poco loca de remate. No sé. A medida que envejecimos se fortaleció la amistad y la complicidad de cada carta y fuimos dominando el ansia de sentirnos juntos bajo una sábana.

Aquellas últimas palabras me hicieron sonrojar. No sé por qué pero uno piensa siempre en sus padres y en sus abuelos como seres asexuados, sin necesidad de amor físico. No me imaginaba yo a mis mayores hablándome con tanta franqueza.

Cenamos en la Früh Am Dom, la brauhaus que ocupa un edificio cercano a la catedral. Sus bóvedas estaban llenas de vida, de voces alegres, del humo espeso de los cigarrillos y del tintineo de los vasos de cerveza. Bajamos por la escalera de caracol al sótano y nos acomodamos en una mesa apartada, de madera recia, junto a un candelabro de luz amarilla y suave. No hubimos de pedir la bebida. El camarero, con  un delantal blanco, se acercó y asintió con la cabeza, como confirmando que ya sabía qué habríamos de beber. Sólo servían Kolsh, la cerveza colonesa dorada, brillante, de gusto fuerte, y coronada por una espesa espuma. Chocamos los vasos, altos y delgados,  y una sonrisa mutua que afloró al unísono selló nuestra reconciliación con el pasado. El camarero hizo dos marquitas en un posavasos pero, al final de la tarde, había siete. Dos de Helga, y cinco mías.

La cena fue muy agradable. Sonaba música de jazz que si bien no parecía encajar con la tradición alemana creaba una atmósfera perfecta para la confidencia, para la conversación reposada y amiga. Me di cuenta que Helga mantuvo el sobre con el diario siempre cerca de ella y, cuando pensaba que yo no la miraba, pasaba suavemente la mano sobre él, como si lo acariciara o como si se asegurara de que aquellas memorias que siempre habían sido suyas volvían finalmente a su hogar.

Cuando salimos, una luna nacarada alumbraba por entre las nubes y su luz rielaba sobre las ondas tranquilas que la brisa creaba en el río. La catedral, alumbrada, reinaba majestuosa sobre el horizonte. La señora Hinsmayer estaba cansada y, la verdad, yo estaba sorprendido de su vitalidad dada su edad.

–      ¿Nos veremos mañana? – insinuó mientras levantaba su mano llamando a un taxi.

–      No sé. No tenía planificado quedarme. Pensaba regresar mañana- contesté.

–      Venga, mañana es viernes. Puedes regresar el sábado por la mañana. Es tu primera estancia en Colonia y confío en que pueda ser una guía interesante. ¿No te gustaría conocer los lugares que le agradaban a Esteban?

Le dije que sí sin pensarlo dos veces. Aquella anciana, rival de mi propia abuela, me tenía ganado. O, posiblemente, era el enorme interés que tenía por conocer la verdadera historia de mi abuelo lo que me impulsaba a seguir en la ciudad. El caso es que dejé a la señora en el taxi y, nada más se alejó, llamé al número permanente de la compañía aérea para cambiar mi reserva. Había plazas.

Aquella noche, para mi sorpresa, dormí extraordinariamente bien. Quizá ayudaron las cervezas pero, sobre todo, me sentía libre de la tensión de aquellas semanas. El secreto de mi querido abuelo ya no lo era y, por alguna razón, me sentía feliz al compartirlo. Me encontraba como, cuando de niño, me llevaba a pescar y, con grandes dosis de teatro, me permitía entrar en la cueva vieja y me contaba historias de tesoros que me aseguraba que sólo él y yo conocíamos. Ahora, era parte de su historia más íntima, de su secreto mejor guardado, de su relato nunca contado. Me fumé un cigarrillo junto a la ventana y, al poco de acostarme, quedé profundamente dormido.

El viernes visité con Helga el Museo Wallraf Richartz del que disfruté muchísimo. Helga y yo encontramos otra común pasión, aparte del amor a mi abuelo. La pintura. Desde pequeño me ha encantado pintar y, aunque peque de inmodesto, he de decir que no se me da mal el dibujar y que mis óleos decoran muchas casas de amigos míos. Fue en el museo donde descubrí en aquella mujer una persona cultivada. No sé dónde había adquirido sus conocimientos porque el día anterior ya me había dicho que nunca pudo ir a la Universidad. Sea como fuera, la señora Hinsmayer se me reveló como una gran conocedora del arte. Recuerdo aún que permanecimos en silencio, absortos casi, delante del “Niño entre rosas” de Berta Morisot. Combinar tantos matices de verdes tornasolados me parecía imposible. De cerca, el cuadro parecía una mezcla amorfa de manchas de color pero, a poco que uno se alejaba, el niño aparecía vivaracho entre las flores y los arbustos del jardín se llenaban de reflejos y claroscuros.

–      Me hubiera gustado pintar – murmuró Helga, casi para sí- A Esteban también. Siempre me lo dijo.

Lo sabía. Conocía la afición de mi abuelo por la acuarela y el óleo pero Dios no le había bendecido con el don necesario. Así que, convencido de su incapacidad, se dedicó a animar a su nieto a hacerlo. Y yo había seguido sus consejos.

Se nos pasó la mañana paseando lentamente entre las obras de Renoir, de Cézanne, de Gauguin, de Van Goch, de Tintoretto o de Rembrandt. A ratos, nos sentábamos en los bancos corridos del centro de la salas para que Helga descansara sus piernas – mala circulación, me dijo- y ella aprovechaba para relatarme anécdotas de aquellos meses junto a Esteban.

Comimos en un restaurante italiano porque si algo tiene Colonia, además de cervecerías y museos, son restaurantes italianos que abundan por doquier. Tomamos un plato de pasta y Helga pidió un vasito de “Montepulciano”. La acompañé. A los postres, ella pidió un tiramisú – dijo que le gustaba mucho- y recordé como mi abuelo adoraba ese pastelito de café, cacao y huevos batidos. Me pregunté si le gustaba tanto por el sabor o porque sabía que le encantaba a su amada.

Por la tarde, Helga me enseñó el mercado viejo. Al parecer, era un lugar que le agradaba especialmente a mi abuelo. Ella me contó que podía estar horas recorriendo las tiendas de objetos antiguos.

–      Un día me compró un colgante. Mira, lo llevo siempre.- Introdujo su mano por su cuello y extrajo una cadenita de oro del que colgaba un pequeño camafeo con una hache labrada en él.

–      Mi abuelo siempre fue muy detallista- dije.

Helga no me contestó pero su rostro se iluminó y estuve seguro de que, en aquel par de segundos, docenas de momentos tiernos y dulces pasaron por la mente de aquella mujer.

Al atardecer, sentados junto a un batido de vainilla, ella me preguntó de sopetón.

-¿Le dirás algo a tu madre?

Tardé en contestar. Me debatí entre la lealtad a mi madre y la promesa hecha a mi abuelo, entre el deber a mi familia y la confianza que aquella anciana me demostraba. Al fin, respondí:

–      No, sería una torpeza.

–      Tu abuelo era un gran hombre. Quiero que lo sepas. El mejor hombre.

–      Lo sé. Gracias, Helga.

Helga estaba cansada. Demasiada emoción en tan pocas horas. Yo, por mi parte, debía levantarme a las cuatro de la mañana para tomar el avión en Dusseldorf. Convenimos en no cenar juntos. Nos abrazamos donde nos habíamos encontrado por primera vez, en la plaza de la catedral, frente a las grandes torres.

–      Confío en que regreses alguna vez – me dijo ella.

–      Lo haré- contesté- De alguna manera, ahora siento que Colonia es mi ciudad también. ¿Estará bien, Helga? ¿Puedo hacer algo por usted?

Ella sonrió con afecto. Bajó la cabeza con cierta timidez, llevo su mano al corazón en un gesto de recuerdo hacia mi abuelo y me dijo.

–      Ya has hecho mucho, Carlos. Mucho. Estaré bien. Tengo un libro que leer ahora, tantos recuerdos que revivir. Ese diario estará siempre en mi mesilla.

La campana de Santa Úrsula se escuchó justo cuando Helga Hinsmayer alzó su mano para despedirse.


[1] Te amo.

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