¡Sálvese quien pueda! Manual (de bolsillo) para cruceristas. Autora: María Pasquín

Allá por el mes de marzo, con la excusa del cumpleaños de uno de los dos, decidimos regalarnos un viaje, un crucero de ocasión. ¿Mejor oportunidad? Cualquiera. El Corte Inglés, Nautalia, Barceló…, las ofertas nos aturullaban. Nos hablaban en chino. Mandarín para colmo. Que si la propina, que si el recorrido, la compañía, las categorías, la temporada… ¿Camarote de interior, de exterior? Bebidas, todo incluido, que si Premium o Luxus (¿qué ginebra se toma con la primera? ¿Y con la segunda?) Los amigos insistían, un crucero, lo mejor. Yo cinco, el otro cuatro y nosotros, en nuestro haber, ¡menuda vergüenza!, ninguno. Había que ponerle remedio final a esta inexperiencia.

La búsqueda, una tortura. Indecisión, cualquier cosa. Pagamos la reserva por adelantado, como era menester. Ni un diez por ciento. Y por un poco más, el seguro de viaje, que así un contratiempo podría solventarse, sin perder la pasta y la paciencia. Embarcados en la aventura, llegó el glorioso día del embarque. Nuestro Brisas del Mediterráneo, tristemente el rumbo, no variado sino virado por los atentados de Túnez, cogió como primera parada la Cerdeña.

Pero antes de eso, las sensaciones.

Llegados excesivamente justos, lo dejamos como con el avión, al last call. Nadie nos informó de la conveniencia de arribar con horas de antelación, como comprobamos hacía la mayoría, para disfrutar al máximo de la experiencia crucerista. Por cierto, recuerde hacer el checkin online antes de cuatro días de embarcar (a diferencia del avión que es después), lo agradecerá, las colas (asignatura sin resolver) serán mucho más cortas. ¡Y qué susto! No acabamos de embarcar, nos reclamaban urgente para una tarea.

Ah, eso, no acabas de llegar a tu camarote de la planta 6, perdón, no, de la cubierta 6, que esto no es el Corte Inglés ni ningún otro gran almacén, te hacen salir pitando hacia el lugar de desembarque en caso de emergencia en el buque. Pero no de cualquier manera. Es un ensayo del Sálvese quien pueda (Carreras, 1984) a lo grande. Los 2000 pasajeros o más, con el atuendo del chaleco salvavidas, puesto de cualquier manera, a modo de rebeca o de sombrero como pudimos verificar científicamente, nos dirigíamos por las escaleras arriba o abajo en tropel ciertamente, y ante nuestra sorpresa, ordenado, para ubicarnos junto a los botes, de nuevo, salvavidas, en caso de necesidad. La archiconocida y manida melodía del Titanic nos circunvalaba, aunque no hubiera orquesta, ni un violín, ni un chelo, que nos deleitara con sus notas.

¡Por fin, solos en un camarote con ojo de buey que nos vigilaba constantemente! No logramos identificar en toda la travesía para donde miraba. Y sin apenas darnos cuenta, nos vimos inmersos en un montón de actividades que nos deparaba el diario de abordo, folletín resbalado noche a noche por debajo de la puerta de nuestro cubículo, con todo el entretenimiento y ofertas de abordo. Muchas ofertas, diríamos que excesivas.

Hicimos un recorrido turístico (y entretenido) por el barco: los relojes, bolsos, perfumes y chuminadas de la 5; el gimnasio; los masajes y la tan alabada acupuntura en la 10. Nos sometimos al diagnóstico de un médico oriental de origen peruano donde la conclusión fue que una era ying y el otro yeng. Y que, para nosotros, la prevención de males futuros era el único tratamiento a nuestro alcance. No hay que negar que nos fuéramos muy satisfechos, ahorrándonos un dinero que podríamos dedicar a otras actividades. ¡Se me olvidaba! ¡Una cama de masaje espectacular que te hacía sentir como en el seno materno! Nunca he sabido cómo se estaba allí, se me olvidó, pero esa sensación de flotación, masajeo y temperatura grata debía ser algo parecido. Echamos de menos que no fuera para dos.

¿Nos la íbamos a perder? No. Tras un primer día de navegación, donde pudimos comprobar las excelencias, buen hacer y humor del equipo de animación del barco, estábamos invitados a la cena del Capitán. Eso sí, no exenta de merchandising, con la ruta o rutina de la foto a su vera, tan guapo, elegante y uniformado. Todas habíamos soñado con ese momento. Al menos, todas las que habíamos compartido y crecido con Vacaciones en el mar, con el Capitán Stubing y su Love Boat, distracción permanente de la noche de los martes en TV ¿cuántas temporadas? Si no viajabas con él, no eras nadie. ¿Código de la cena? Gala. Aproveché para lucir mi vestido para la ocasión y los tacones más altos a riesgo de hacer un fuera borda, cosa que no ocurrió hasta las copas de la noche. Tras innumerables equilibrios con el electroLatin, fui incapaz de sujetarme más y caí rendida (no os confesaré a qué pies, alguno puede suponerlo).

¿Pero qué es un crucero sin sus atraques? La gran atracción es la de ser un hotel flotante que te transporta a lugares de ensueño, historia, leyendas o famoseo. De cada lugar, una pincelada, un salto a otra fantasía, a un querer volver. De Cerdeña, con su Costa Esmeralda, la dejamos para otra ocasión. Pero disfrutamos de su puerto, Olbia; con una primera impresión de calor y color y ventanas a Gatopardo (Visconti, 1963) (transcurrido en Sicilia); a café bien servido amagado con hielo, batido y espumoso, al calor del Wifi (que en el barco te cobraban) con el que dar envidia a amigos lejanos; de un banco a la sombra, desde donde contemplar el mundo, y de compras, al otro extremo de la ciudad, recorriendo la calle principal decimonónica, Corso Umberto I, inundada de barcazas repletas de flores.

Temprano, al día siguiente, enfrentamos a la brisa marina nuestras discrepancias (la sensación, pese a todo, carcelaria puede sacar lo peor de cada uno). La luz fresca de la mañana y la itinerancia de un doble monte con aire de familia discurriendo a babor, el Vesubio. ¡Mamma mía! Con una gran escalada de pueblos claros a su falda, viviendo a riesgo del riesgo…, carácter napolitano. De consejo, lo que amigos nos recomendaron: contratar la excursión por Internet, ajena al barco. La nuestra Shore2shore, más barata y eficaz. Con el riesgo que corrimos de que, si no éramos devueltos a tiempo, perdíamos el barco. A diferencia de la oferta del crucero (siempre sustancialmente más cara), que hubieran esperado ante cualquier eventualidad. Y como todos: tres cruceros desembarcando a la vez no tenía otro efecto que producir que la carretera estuviera embotellada y las calles de Pompeya, como en sus mejores momentos, abarrotadas de gentes, especialmente el lupanar, lugar de agasajo y curiosidad para la especie humana. El lupanar pompeyano llamado así porque las mujeres aullaban como reclamo para sus clientes, vocablo heredado hasta nuestros días. El calor, este julio, inhumano, rememorando el estallido de la tierra. Un refresco granizado de esos limones escultóricos de la bota mitigó nuestra sed sin apagar la curiosidad.

De Nápoles, nos quedó la impresión de la gran Galería; el puerto en el centro de la ciudad y las ganas de recorrerla; su Iglesia de San Esteban; sus calles ascendentes; sus palacios en obras eternas construidos por nuestro Carlos III; la Cosa Nostra apretando la ciudad…,el deseo de un limoncello, una pizza en honor a la Reina Margarita, La vista de capri, que nuestro bolsillo no nos permitía…, volver

Las piscinas de los cruceros son para disfrutarlas cuando la gente no está, como si nosotros, el tú y el yo, no lo fuéramos. Recordé la frase de mi amiga Paloma, con 2 cruceros en su haber: Lo mejor del crucero, cuando te quedas en la nave y los excursionistas no están. ¡Todo para ti! Pero al día siguiente, nuestro destino era la ciudad imperial, Roma. Nuestro objetivo, comprar un par de zapatos, no de marca ni de diseño, sino artesanos de la gran Calzatura Renato. Ciudad conocida por mi colega, donde yo no había puesto los pies y que prefería posponer para otra ocasión, no mejor, pero sí con más tiempo, decidimos embarcarnos a la aventura. Civitavechia ofrece todo tipo de oferta para llegar a Roma. Lo más rápido, en la estación de la ciudad adonde se llega con el transfer del puerto y un rato a pie, los billetes se compran de mil maneras: lo más eficaz y sin apenas cola, en la cafetería de la estación: 12 euros por cabeza para transportarnos hasta y por dentro de la ciudad. Roma, fácil, una cruz (no es ninguna metáfora, es al mapa de su metro), y poco más. Bajándonos en A termini, la Calzatura nos decepcionó, la zapatería seguía allí, tras diez años de la primera compra…, ahora regentada por chinos, nada de artesanía. Un fiasco.

Proseguimos la maratón con el calor pisándonos los talones y el cogote. Roma, una terma. La Fontana de Trevi y su foto, conseguida. Eso sí, casi virtual. Una decepción, en obras, seca y polvorienta con un estanque tan pequeño al que apenas se acierta con la moneda, con una fotografía del Neptuno en su cabecera. Ni Anita Eckberg hubiera rodado su escena en el 2015 (por cierto, falleció ese año), ni Mastroianni hubiera disfrutado de la visión desvelada de la diosa. Siguiendo a pie (planos del centro gratis en la red), la plaza de España con sus escaleras de la Santísima Trinidad, por donde correteaba Audrey en Vacaciones en Roma (Wyler, 1953), escapada de la rigidez de la corte. Me fotografiaron en el más puro estilo Hepburn, con sombrero incluido. No me corté el pelo.

La Vía Veneto, un poco más arriba, saliendo por otra de las bocas del metro, para no perderse, nos transportó al lujo de La Dolce vita (Fellini, 1960). Descendimos al amparo refrescante de sus árboles, cotilleando el menú del Harry´s donde Hemingway tomó un whisky, Mastroianni se dejaba ver y otros muchos afamados habían sonreído, menos la Loren, para no arrugarse la cara. Dicen las malas lenguas que cruzar las calles en Roma es arriesgar la vida. No. Es arriesgar el corazón cuando te para un Lamborghini con un italiano al volante de mirada intensa para dejarte malcruzar, sin semáforo ni paso de cebra ni freno al galope de tu órgano vital. Que, por cierto, los pasos de cebra existían en Pompeya, cruzándose a saltos de bloque de piedra, para frenar a mulos y carruajes, como bien pudimos comprobar a nuestro paso por allá. No dejamos de abrazar y besar el Coliseo, que si impresiona en fotografía, al natural resulta demoledor. Nos fotografiaron unas hermosas romanas, convirtiendo en póster la imagen que escondimos por su tamaño descomunal. Un equívoco de la imprenta.

Livorno es la antesala de Florencia y Pisa, un puerto amable al que llega el barco poco antes de mediodía y decidimos no darnos la paliza de ese tren que nos llevaría al extraordinario Duomo que ambos conocíamos. Así que empleamos nuestro preciado tiempo en un corto repaso inclinado de Pisa, desgastando el resto en mercados y supermercados varios de Livorno, de donde nos trajimos pasta, misturas de especias que un solo pellizco convierten los platos en gozo y vino de la Toscana. Sin olvidar un par de botellas de Brunello di Montalcino, color rojo sangre, nuestro favorito del país. Post data, anécdota. Mi amante no pasó desapercibido en el lugar: un portero en la calle le rogó un autógrafo para su nieto.

Next stop: Villefranche-sur-mer (la Riviera, lujo…).Desembarcamos en lancha en ese pueblito medieval de refinado gusto y disfrute francés, donde la Mansfield escribió y la pantera Turner anida. A mí que no me digan, pero el Campari en la Costa Azul sabe diferente, es el sabor que me quedó, con su regusto amargo y refrescante. Recorrimos sus estrechas calles, respirando por la Rue obscure y resollando hasta la citadelle, con sus buganvillas, y el Fort du Mont Alban, construido para proteger de piratas y forajidos. Y bajamos a su estrecha Plage des Marienieres, dándonos un chapuzón donde inmortalizamos mi bikini blanco. La guinda la puso el Campari aludido. En este “desangelado” entorno, en un chateau, Villa Nellcôte, alquilado por Keith Richards, se grabó Exil in Main St (1971), con toda su leyenda, quizá el mejor los Stones. ¡Menudo exilio del bucanero de Piratas del Caribe (Verbinski, 2007!

El desembarco en Barcelona se produjo sin pena ni gloria, la verdad, deseosos de tierra firme y, sobre todo, de nuestro tiempo, para organizárnoslo a nuestro aire sin disciplina naval. Nos quedamos con el grato sabor de una supper final en la intimidad con la pareja crucerista y discreta por excelencia, Carmen y Enrique, de la que tenemos un sushi casero pendiente en Valencia. Consecuencias de la cena, cada noche, con el Capitán.

¡Ojo! En un crucero, al cabo de siete o más días, puedes salir con la vida solventada…o arruinada. Cuidado con la visa que dejaste, que el dinero no lo ves…, y vuela, si te descuidas.

Categoría: Relato de viaje

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