Dos imposibilidades y un encuentro (también imposible). Autor: Pablo Valle

Primera imposibilidad: Winkel

Por fin, un día, en el terrible año de 2001, estuve solo en Johannisberg, con algo de tiempo por delante. Eran casi las cinco de la tarde, pero confiaba en poder hacer la deseada incursión a Winkel, a orillas del Rin, y quizás un poco más allá. Encaré los dos kilómetros por la ruta, decidido. Era el camino hecho mil veces, todas las mañanas, con el auto. Y de vuelta a la noche, en plena oscuridad. Pero esta vez, a pie, la cosa se ponía difícil. Mucho pasto y algo de barro, nada muy sólido. No hay propiamente banquina, sino la franja, irregular en ancho y altura, que van dejando las viñas, más o menos a su capricho. (Un par de años después, descubriría que era mucho mejor bajar a través de los viñedos, aunque tardara más.)

Los que pasaban en coches, motos, incluso en tractores, me miraban extrañados, o así me pareció, no soy confiable para estas cosas. Por suerte, no pasó la Polizei, con sus impolutos autos blancos y verdes. ¿Qué hubieran pensado de ese extemporáneo peatón con facha de árabe?

Había una familia haciendo un picnic crepuscular en un recodo de los viñedos. El sol estaba cayendo a gran velocidad, aumentada por mis aprensiones.

Debo haber llegado a Winkel a las seis. Atravesé rápidamente el pequeño pueblo, deteniéndome sólo a ver un poco más de cerca la Brentanohaus (que resultó un restaurante, no un museo, como siempre había creído, cuando pasaba por al lado en el auto, sin posibilidad de detenerme). Después, crucé la ruta, tan peligrosa, hasta la misma vera del Rin. (Un par de años después, descubriría que había túneles para eso.)

Sí, resultó muy poco tiempo, pero tenía que volver antes de que anocheciera. Lamenté no haber podido seguir caminando. Oestrich estaba ahí no más, pero ¿cómo iba a regresar en medio de la noche, por esa ruta oscurísima? Tampoco me imaginaba parando un taxi por allí… La cuestión es que volví en pleno atardecer. En un recodo, hasta pude ver el castillo de Johannisberg bellamente recortado frente a un sol declinante, que de paso doraba las cimas de las vides.

Seguramente la gente que pasaba en sus autos impecables seguía mirándome con extrañeza, pero ahora yo ya no veía sus caras tan claramente. Y me importaba menos. Llegué más rápido de lo que creía, como suele pasarme; con muy poco aliento. Estaba cansado, pero también eufórico, lo reconozco.

Ah. Recuerdo que, cuando pisé la orilla del Rin, me agaché para tocar el agua y no pude. No sé por qué, pero no pude.

 

Segunda imposibilidad: Colonia

También en el 2001 estuve en Colonia, Alemania. Sólo algunas horas. No por esto, ni porque pasó hace mucho (al menos, no sólo por esto), pero no me parece real, no me parece que ése era yo, etc. Dentro de lo poco que supe, pude o quise hacer en ese poco tiempo, no podía faltar el intento de subir a la cúspide de la catedral gótica, que alguna vez fue el edificio más alto del continente.

Subí, entonces, por una de las torres, gemelas.

Sufro de vértigo, por supuesto, pero pude superarlo al principio porque apenas se veía el exterior a través de pequeñas aberturas. También sufro algo de claustrofobia, pero fui llevando bastante bien el hecho de subir por esas escaleras estrechísimas, con bastas paredes de piedra gris, en las que apenas pueden coexistir los que bajan y los que suben. Hay olor a humedad; y, afinando el olfato, a adrenalina, como en los aviones.

Llegué a 140 metros. O un poco más. Vi, arriba, la gran campana.

La cuestión es que no pude seguir hasta la mera punta. Estuve un rato sentado en un rellano, recuperando el aliento y viendo cómo los demás visitantes seguían subiendo por otro breve tramo de escaleras, metálicas. Sé, de hecho (porque aquí estoy, escribiendo), que bajé, pero no recuerdo muy bien esa parte. ¿Ataque de pánico? Puede ser. Pero, habiendo recordado la escena anterior, en la que me agacho a tocar el agua del Rin, y no puedo, no puedo hacerlo, me parece que pasó algo, como se dice ahora, “de ese orden”.

Llegar hasta ahí era demasiado, en un sentido que no puedo explicar del todo pero puedo entender un poco (muy poco). Cómo decirlo: ahora, mientras retoco estas viejas líneas, y escribo otras nuevas, y al mismo tiempo pienso si este cuento “va o no va”, se me ocurre que es una manera —utópica, qué otra queda— de completar esos escalones, esos 10 metros, o poco menos.

 

Un encuentro: Rüdesheim

Caminaba por la Drosselgasse, en Rüdesheim, “la calle más estrecha del mundo”. ¿Qué importancia podría tener esto? Bueno, justamente, es un lugar “típico”, “para turistas”, que los propios alemanes “desprecian”. Pero a mí me gusta especialmente. Parece resumir un montón de cosas que amo de Alemania: la pátina —mucha veces falsa— de tiempo, la vieja madera, el toque seudomedieval, “de cuento de hadas”, ciertos aromas. Todo kitsch, por supuesto, y qué; ésa es la idea.

Son, si son, doscientos metros de cantinas, una enfrente de la otra, de la que salen olores grasosos y música inaceptable. Pero, en un punto, como siempre, indefinible, la alegría, y quizás la belleza, son auténticas. No me pregunten por qué creo eso.

La cuestión es que estaba caminando por allí, en medio de una amable multitud, cuando vi avanzar, en sentido contrario, a alguien muy parecido a mí. Hubiera querido decir, escribir, de entrada que era yo mismo, pero sería otra cosa injustificable. De hecho, al principio sólo pensé en cuán parecido era; más joven, claro, pero solamente unos años. Sólo después, cuando estábamos bastante lejos, en direcciones contrarias, repito, me di cuenta de que el tipo tenía puesta ropa que era indudablemente mía, que había sido mía.

Por supuesto, por más que me volví e intenté alcanzarlo, o al menos verlo de espalda, no lo pude hacer. Fue sólo como un fogonazo oscuro, si cabe el oxímoron, nada confiable, pero la imagen me siguió unos días, que ya, ahora que lo escribo, son años. Un tipo igual a mí, con menos canas, con ropa que ya no tengo, caminando por el centro del mundo, la trivial Drosselgasse, de Rüdesheim, Alemania.

Lo recuerdo en momentos malos; en cualquier momento, si vamos al caso. No hay mucho más que decir. Sé que el tipo tenía todo el aspecto de estar en paz consigo mismo, de haber encontrado su lugar en el mundo. Pero eso no es posible, es sólo algo que yo imagino, lo verdaderamente fantástico de todo este asunto, porque ya no hay lugares en el mundo.

 

 

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.