Un día domingo. Autor: Jairo Alfonso Ramos Jiménez

Añoro los domingos de mi adolescencia porque era el único día de la semana que madrugaba, sin ser obligado, para ir a lo que yo consideraba el mejor lugar del mundo: la finca de mi abuelo.

Para llegar a ese paraíso tenía varias opciones; pero yo prefería caminar por los diferentes senderos, atravesar el arroyo y oler la humedad del ambiente para sentir lo bello de la naturaleza. Eran cincuenta minutos de travesía que me llenaban de una alegría que se incrementaba a medida que me acercaba a la finca y explotaba en un mar de felicidad cuando abrazaba a mi abuelo.

Que dicha indescriptible.

Siempre llegaba antes de las siete de la mañana y ya mi abuelo me tenía preparado y servido el desayuno. Por lo general, eran porciones de yuca, chicharrón, suero y una gran taza de café con leche.

Sin lugar a dudas, el mejor desayuno de la región. 

Después de eso, íbamos a los corrales a admirar los caballos. Desde que recuerdo, en los laberintos de mi memoria lejana, siempre me han gustado. Gozaba cabalgar a paso lento para admirar cada detalle del majestuoso entorno de la finca. Salíamos a recorrerla, siguiendo el curso ascendente del arroyo, escuchando, a lo lejos, los aullidos de los micos colorados que haciendo malabares pasaban de la copa de un árbol a otro como burlándose; pero en el fondo manifestando su alegría por la visita que hacíamos a sus dominios territoriales. Alguna vez, quise capturar a alguno para llevarlo como mascota a mi casa del pueblo; pero mi abuelo, conocedor de los secretos de la naturaleza, me lo prohibió con el argumento que, si lo sacaba fuera de su hábitat, moriría de tristeza porque ya no podría aullar, además recaería sobre mí, la misma suerte. 

Nunca me atreví a desobedecer a mi abuelo; aunque siempre me quedó la duda si en verdad eran ciertas sus palabras.

El paseo continuaba hasta el nacimiento del arroyo, en lo alto de la montaña. Para llegar allá había que dejar los caballos a medio camino y seguir a través de trochas y matorrales que, en algunas ocasiones, por descuido de nosotros, nos provocaban pequeñas heridas en el rostro o en los brazos; sin embargo, eso no era nada ante la majestuosidad que se develaba ante nosotros. 

Según mi abuelo, la naciente del arroyo tenía un origen divino; pero a la vez aciago. Decía que, en las épocas primitivas, tres bellas doncellas se enamoraron perdidamente del mismo hombre, sin embargo, renunciaron a él en aras de preservar la amistad y para evitar la tentación de romper ese pacto, se fundieron con la montaña y desde entonces lloran lágrimas cristalinas que brotan de la tierra convertidas en las frías aguas del arroyo.   

Nos quitábamos los zapatos y por un largo rato introducíamos los pies en las aguas del arroyo al tiempo que mi abuelo me deleitaba con relatos de su juventud y con consejos sabios sobre la vida. Recuerdo esos momentos de manera tan nítida que ahora mismo puedo sentir lo refrescante de sus aguas y el aroma.

Después de eso, algunas veces, solíamos salir de cacería; pero no era una cacería de matar animales salvajes, era una cacería de encontrarlos y de verlos. De aprender cómo se desenvolvían en su habitad habitual para poder protegerlos de los depredadores que muchas veces invadían los terrenos de la finca en busca de su preciada carne. Fue así como conocí la danta, el armadillo, el saíno y el ñeque. Animales de aspecto extraño; a pesar de ello, con una nobleza que se veía en sus ojos hasta el punto que mi abuelo decía que casi podían hablar.     

Luego, de regreso, solíamos azuzar a los caballos en una pequeña carrera hasta la casa de la finca, la cual siempre ganaba, más por condescendencia de mi abuelo que por mis habilidades como jinete.

Describir lo que comíamos a la hora del almuerzo es casi imposible. La variedad y la forma de preparación de los alimentos era tan extraordinaria que al degustarlos se podía decir que comíamos como los dioses. 

Regresar al pueblo me llenaba de un cierto aire de nostalgia, pero al tiempo de alegría porque sabía que el próximo domingo regresaría a la finca y viviría otra gran aventura con mi abuelo que jamás se borraría de mis recuerdos.

 

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