La última salida. Autor: José Ruiz del Amor

A la mar;

no, al mar…,

compañero en horas solitarias

I

Prólogo

Cuando me busque la parca

quisiera que me encontrase

sobre una tierra árida

para que germinen en ella

las flores de mis entrañas.


Aquella albada, como todas, el tío Boli tomaba tempranera y se deslizaba a todo lo largo de la costa arenosa, dejando tras de sí una estela de pisadas muy próximas unas a otras. Como todos los días, las huellas seguían la misma carruchera de siempre: la barca.

Su barca.

Barca, vieja barca, con penas de nostalgia que corcaban su ánima varada entre la arena mollar, constantemente reclamada por las ondas marinas, a gritos. El mar macho, bravío…, con redaños, que tantas y tantas veces acunase entre sus cuestas a esta antigualla de nave mediterránea ahora…

Roída.

Se acoda cansino, con todo el peso de sus veinte pesetas largas de esforzada edad, sobre uno de los reones de la nao y lía un cigarrillo con pulso pipiritoso, que no siempre arriba a puerto seguro, al socaire. En tanto, con los ojos del alma, contempla la extensa llanura de allende la linde del horizonte.

Obertura.

¡Cuánto hacía que no se reunía con la mar, su amada, amante… mar!; ¡cuánto tiempo! ¿Cuánto

tiempo?… ¡La maldita, la celosa… mar! Desde aquella salobre jornada en la que adquirió el conocimiento, lamentablemente fatídico, de que no podría volver a salir. Para insécula seculera, sin más tutía.

Jamás.

Sentía sobre su encarnadura, en repeluznos espasmódicos, el helor de la boria invernal, que teñía de tristeza las plácidas y tersas aguas del pequeño mar, hijo, pariente pobre del Mediterráneo, preso en un palmo: el Mar Menor. En lo alto, el cielo aparecía enlloscado.

Nublo.

Un cancro aventurero atravesó lento la playa, sorteando precavido las algas revejidas, en ruta a tierra adentro, para regresar, asustado y presuroso, avisado por la sequez del terreno, poco después al seno de la madre mar; veloz, todo cuanto se lo permitían sus patas quitinosas y su andar zaguero.

Desamparo.

Él, veía como nadie los cambios que sufría permanentemente la sufrida mar, su querida mar; el renegrecimiento de sus aguas, sus vómitos a la playa parda de sustancias chanas, el coleteo de las olas sobre las losas, cada vez más débil, su canto agónico y sus gritos de desesperada moribunda. Y esterilidad; ausencia de habitantes acuáticos.

Muerte.

Un gavinote revoloteó por sobre la lengua espumeante de las olas, liberándolas de extrañezas hediondas, que ella intentaba vanamente excretar al no poderlas digerir el mar, ese inmenso estómago, basurero social comunitario. Las algas diseminadas por sobre la arena, hedían, olor familiar y natural.

Podredumbre.

Día por día bajaba antes de la salida de los pescadores que, corto tiempo atrás, fueran sus compañeros. Con casi todos había formado pareja alguna vez; el tío Boli era de los pescadores más expertos. Había sido… En caso de que aquéllos no salieran, allí se encontraba él: molliznara o soplaran las endemoniadas.

Perenne.

De la cuesta arriba le llegan las voces recias, varoniles, de los que se harían a la mar. Sentía sus pasos, sus bromas, sus risas, sus… Rodean las barcas, segregando a la del tío Boli, ataviándolas con las artes para sus diferentes pescas como si enjaezasen caballos purasangre, de pura raza, de gran valor… Sólo una permanece deslucida y deslúcida, desarbolada y ruinosa.

Desolación.

Todos los hombres de mar le conocen en aquel su pueblo, Los Alcázares. Quién no se fijaría en el viejo romo que, a la salida comprobaba el buen avío de todas las embarcaciones sin excepción, y a la llegada, era siempre allí, sonriendo, ansiando averiguar cómo les fue en la jornda pesquera.

Búsqueda.

Buenos días, tío Boli. No son muy buenos que digamos. Cada día tiene su ese… Hablaba con unos y otros dando arrodeas entre las barcas. ¿Qué vais a matar gusotros?… Si caen, mújoles, y si no, lo que se pesque. Daos una vuelta por Los Pedruchos, que es muy buen sitio. Asín se hará si usté lo dice. Quienes saldrían en pareja discuten sobre dónde irán a bolear.

Acción.

Y de esta moda, hasta que se iban todos, pescadores y familiares: esposas. A luego, se empequeñecían las barcas por sobre la raya de la linde del horizonte, y remataban por emboriarse entre la niebla. Mucho rato después, el tío Boli aún escuchaba la saloma de sus voces prendida sobre las crestas espumosas de las olas.

Mi agüelo jue boleador,

y mi páere bolichero;

y en mi familia toicos,

toicos semos marineros.


Y queda erguido sobre la oscura arena del amanecer, bajo el cielo cubierto, acariciados sus pies alpargatados suavemente por el agua salada en sus continuas venidas e idas… Atrayéndole, como una amante celosa y posesiva. Queda…

Solo.

II

Epílogo

Un barbero cruza la playa hacia los pedruchos cargando sus apechusques al hombro, silbando una pegadiza cancioncilla de moda, de moda el pasado verano, que menciona estúpidamente al mar, al sol, las olas, la playa… y, sobre todo,  a bobas muchachas quinceañeras, nacionales o extranjeras; qué más da.

Ignorante.

Para el tío Boli, nombre que le vino dado por su maestría en el arte de redar con el boliche, la pesquera nunca jamás fue una afición, un divertimento para pasar el rato; era constante lucha, diaria entrega, siempre menester y eterno enfurrunchamiento. Buenos días, colega. ¡Quiá!

Pasión.

Un perrito albo con máculas berrendas en la piel cruzó la arena ladrando de puro contento y se enredó entre las piernas combadas del viejo, brincando sobre sus pantalones de pana raída, en incesante alborozo. Él, se aponó sobre la húmeda arena y acarició el lomo sucio del callejero con afable efusión.

Amistad.

La mano custrida y callosa del anciano pescador acarició la también ahora custrida madera del gaón de proba de la barca. Barca que jamás abocara, ni aun en los temporales más furibundos, segura y firme siempre, trepando por las montañas marinas cual un pez más.

Constancia.

Y, ahora…, cuánto echaba a faltar el abrazo frío y posesivo de las aguas… Hendir las olas peneando a favor del viento o filear en su contra, servada la barca por su férrea mano invacilable, mano con redaños, como el mismísimo mar.

Guía.

Pisó los anquilosados leños de la cubierta, que chillaron gozosos, y se sentó sobre uno de los bancos, el central; la roa enfilada recta al mar. La barca, aprisionada por la arena amontonada a sus costados, se movió tenue e imperceptiblemente a causa de los movimientos deslabazados del añoso

hombre.

Inquietud.

Recuerdo sutil de la primera vez que montó a su querida Antonia, luego más tarde su esposa, desafortunadamente por pocos años, reclamada tempranamente por la muerte. Juan, no te alejes mucho de la orilla, que tengo miedo. Tranquila, mujer, que vas conmigo. El nombre de la barca, deslucido, acuna una lágrima salada.

Amor.

Pensativo, volvió a enrollar una miaja de tabaco, y fumó despaciosamente mientras se ensoñiscaba rememorando lejos tiempos acuáticos y añoraba salir al mar de nuevo. Hacer, aunque sólo fuese, su última salida. Abajo, el perrito salta afanoso, tratando de acceder al seno de la barca, sin conseguirlo.

Pasado.

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Brumas oníricas…

Espumarajos salinos…

Acunantes mecidas…

Abismos marinos…

(Nauta perdido.)

…se apercibió de que el aire que respiraba era menos pesado y húmedo, el boriazo desaparecía. La tropajada de nubes que taponaba el cielo desgajó, dejando paso al sol, que al punto pulió la superficie marítima en brillo retijante. Sentía el cálido contacto de los rayos solares sobre su encarnadura, rejuveneciendo sus fuerzas momentáneamente.

Luz.

… la barca, animada de vida propia, se deslizó por sobre la blanda capa arenosa y recorrió las, aproximadas, veinte varas que la mediaban del agua. Escardufló sobre las ondas, que, heridas, gimieron. Crujía la reseca madera alarmantemente con el son de los argunsones. Y, lentamente, barca y jinete fuéronse perdiendo en la lejanía, dejando atrás, muy atrás, la costa; la barca henchidas sus velas, transparentes, al viento, empujados por un suave jaloque levantado a tal efecto, tomaron rumbo a Las Encañizadas para abocar al mar grande.

Libertad.


Sonriendo y cara al viento,

en la boca un dulce canto;

quiero, cuando llegue mi tiempo,

no encontrarme descansando…


………………………………………………………………..

-¿Está muerto, verdad?

-Sí… Por lo visto se ha quedado dormido y así le ha pillado la muerte.

-Pero fíjate que parece como que se está riendo.

-Desde que se quedó ciego no andaba muy bien de la cabeza. No hacía más que pensar y hablar del mar. No pensaba en otra cosa, y eso no puede ser bueno del todo.

-¡Quitadle el cigarro, por Dios, que se está quemando los dedos!

-Pobrecico…, que Dios lo tenga en su gloria.

Si aquella buena gente hubiese alzado la vista al azul, probablemente habría vislumbrado una sombra que surcaba el espacio céleo en dirección al sol, que se perfilaba al través de unas espesas nubes de lluvia. Su forma recordaba vagamente la de una barca de vela latina. Los lastimeros ladridos al cielo de un perrito se perdieron en la distancia sin alcanzar a su objetivo.

La mañana continuaba gris y opaca, en cerrazón, como la misma muerte.

Acabóse

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