Viajaba a Punta Arenas sin plata y sin ninguna referencia del lugar bajo la tutela de la luna y las estrellas que pintaban a una noche especial. Arriba de un camión americano que parecía haber salido de una película yankee al mando de un chileno y acompañado de una pareja de europeos que los había conocido en la aduana. Un rejunte de culturas exquisito para fomentar la creación de un sketch de comedia.
El camionero nos dejó en una estación de servicio que se ubicaba en las afueras de la localidad. Él tocó la bocina del monstruo texano, inmediatamente, cuando los tres bajamos. Pero no buscaba despedirse sino avisarme que me había olvidado el celular en el asiento. Al parecer lo olvidadizo que llevo dentro mío, no se puede dejar en ninguna frontera al igual que sus buenos gestos.
Ya en suelo chileno, la pareja me quiso invitar a ir en taxi a un camping municipal, al que respondí enseguida: No money, tenkiu. Con un inglés tan pobre que se refugiaba en las viejas enseñanzas que me dejó la escuela. El resto fue un fuerte abrazo con cierta nostalgia mochilera y un adiós eterno.
En la estación de servicio, rápidamente, me puse a conversar con el playero con mucha soltura quizás porque teníamos la misma edad, estábamos solos y los rasgos físicos eran muy similares. Café, mate, café, fueron los motivos por el cual la noche se hizo larga en un cuartito de esa vieja estación oscura, hablando de cientos de tópicos entre música y algún que otro cigarrillo que invitaba abrir un poco la ventana.
En uno de sus tantos regresos de cargas de combustible me tiró sobre la mesa 1000 pesos chilenos y 110 argentinos. Me quedé mirando la plata para luego mirarlo a él, con la misma sorpresa que tenía cuando era un chico y mi abuela me traía un regalo en una bolsa más alta que ella.
—Pero esto es mucha plata –atiné a decirle sin pensar mucho, si era verdaderamente mucha.
—Vos la vas a necesitar más que yo -respondió con una firmeza que me enmudeció.
Esas palabras quedaron resonando por mi cabeza, entre tantas otras compartidas a más de 3000 kilómetros de mi casa según el mapa, pero tan cerca según el alma.
Una semana después, el destino quiso que vuelva a ese mismo lugar, lamentablemente, él no estaba trabajando y las historias de las hazañas en Ushuaia quedaron pendientes. Lo que sí quedó es el recuerdo, cada vez que tomo el billete, una vez más, pero ahora del estante de mi pieza, para empezar a contarle esta historia a mis amigos y amigas, porque al final, la vida no vale plata sino cada momento vivido.