Una escapada romántica. Autor: Joaquín Valls Arnau

El pasado tres de febrero cumplimos treinta y cinco años de casados. Para celebrarlo, Felisa propuso que probáramos a hacer eso que llaman una “escapada romántica” este fin de semana de San Valentín. Lo dijo con tanta ilusión que no me atreví a oponer resistencia. Sin que tuviera que pedírmelo dos veces, incluso me comprometí a hacer personalmente la reserva.

Al día siguiente puse un pretexto para poder salir del trabajo a media mañana. Por vez primera en mi vida, pisé una agencia de viajes. Tras descartar otros destinos más alejados contraté por fin una estancia en Granada, una ciudad que mi esposa no conocía y a donde yo no había vuelto desde que era niño. Reservé uno de esos vuelos baratos de los que hacen tanta publicidad, así como dos noches en un hotel de tres estrellas no muy alejado del centro. Aunque el establecimiento no estaba entre los que me recomendaba la joven que me atendió, me pareció que era el que guardaba mejor relación calidad-precio.

Aquella tarde, al llegar a casa y contarle a Felisa las gestiones que había hecho, de súbito se abalanzó sobre mí, rodeándome con sus brazos. Ante tal exhibición de afecto me sentí bastante desconcertado. Puesto que aquella situación embarazosa se prolongaba, fingí un repentino dolor de vientre y permanecí un rato encerrado en el cuarto de baño. Cuando salí, la encontré en la cocina preparando la cena mientras canturreaba una vieja balada de cuando éramos novios. Durante los días siguientes ya no abandonó ese estado de dicha desbordada.

Llegó por fin el día señalado, o sea ayer mismo. Nuestro avión despegaba a las siete de la mañana, así que hube de poner el despertador a las cuatro. Fue éste un detalle al que no había prestado atención al reservar el viaje y que me hizo reflexionar, mientras me afeitaba, acerca de las diferencias que debe de haber entre los vuelos “baratos” y los otros. El hecho es que yo me caía de sueño, mientras que en cambio a Felisa se la notaba encantada. Nadie hubiera dicho que se había pasado la noche en vela preparando el equipaje, en la misma aparatosa maleta de piel que estrenamos en nuestro viaje de bodas. Ya en la calle caímos en la cuenta de que al ser las cinco, el metro todavía no funcionaba. Decidimos tomar un taxi que nos costó treinta euros, exactamente el mismo precio que cada uno de los billetes de avión.

Nada más despegar y cuando ya me disponía a retomar el sueño interrumpido, Felisa me hizo un guiño y sacó del bolso un librito titulado “Guía romántica de Granada”. Sin preguntarme decidió que lo leeríamos durante el vuelo. Acepté con una de mis mejores sonrisas. Por riguroso turno y a razón de dos páginas cada uno, cuando el avión descendía para tomar tierra ya habíamos dado buena cuenta de él.

Después de media hora de trayecto y a cambio de otros treinta euros, un taxista parlanchín nos dejó ante la puerta del hotel “Taj Mahal”, situado en una calleja de los arrabales. Antes de acceder al vestíbulo del edificio, cuya fachada reflejaba las huellas del paso del tiempo y un notable descuido, miré de reojo a Felisa. Para mi sorpresa, irradiaba felicidad. El establecimiento, fundado un siglo atrás según anunciaba un rótulo, contaba con veinte habitaciones. Siguiendo mis instrucciones nos habían reservado la suite nupcial, que allí denominaban de forma bastante cursi como “nido de amor”, situada en el tercer y último piso. Ni qué decir tiene que el hotel carecía de ascensor.

Al traspasar exhaustos el umbral de la habitación, suspiré con alivio al comprobar que Felisa concentraba todos sus sentidos en la botella de champán y el par de copas de plástico que habían depositado sobre una mesita auxiliar. Sin duda le había pasado por alto que nuestra cama de matrimonio la formaban en realidad dos camas individuales. Tampoco reparó en la grieta que, en sentido vertical, se abría en la pared justo encima del cabezal del lecho y de la cual me pareció ver asomar dos antenas y una cabeza diminuta, pertenecientes a algún bicho curioso que deseaba de ese modo saludar nuestra presencia.

Con el champán barato aún en el estómago, dimos un paseo por el centro. Luego comimos en un bar de tapas que nos había recomendado el recepcionista del hotel y que resultó ser un establecimiento de mala muerte del que salimos con nuestras ropas impregnadas de olor a aceite refrito. Las paredes del local estaban decoradas con carteles antiguos alusivos a las sucesivas ediciones de la Semana santa, alternados con otros de corridas de toros y también con grabados de motivo religioso, entre los que llamó poderosamente mi atención, por su crudeza, una “Desmembración de Santa Brígida” de autor anónimo.

Por la tarde decidimos dar una vuelta por el Albaicín. Con su proverbial diligencia, Felisa alquiló en un quiosco una audioguía que nos habría de servir asimismo para la visita de la mañana siguiente a la Alhambra. Era un diminuto reproductor de archivos mp3 acompañado de un plano en donde constaban los lugares de interés así como de dos pares de auriculares. El chisme, que Felisa llevaba colgado del cuello por medio de una cinta, nos obligaba a caminar casi pegados el uno al lado del otro y a coordinar asimismo nuestras paradas. Para colmo, a los pocos minutos de haber iniciado el recorrido se echó a llover, por lo que hubimos de abrir el único paraguas –pequeño y plegable- que llevábamos. De esa guisa visitamos el pintoresco barrio, casi desierto aquella tarde. Luego cenamos en un restaurante chino, éste sí atendido con gran diligencia, y nos marchamos a dormir poco después de las diez. De nada le sirvieron a Felisa sus ruegos para que visitáramos un bar de copas.

Hoy nos hemos despertado a las siete de la mañana para ser los primeros en bajar a desayunar a la cafetería del hotel. Unos metros más allá, en el centro del comedor, un cubo recogía el agua que caía del techo, por lo visto de una tubería reventada. A las ocho tomábamos el autobús que nos ha llevado hasta las taquillas de la Alhambra. A las ocho y media conectábamos de nuevo la audioguía para iniciar la visita por nuestra cuenta. Mientras tanto, empezaban a aparecer aquí y allá grupos de turistas, cada uno con su guía respectivo blandiendo un paraguas de colores vivos para indicar su posición.

En el Patio de los Leones, cuyas esculturas de piedra estaban en proceso de restauración y tapadas con una mampara metálica, me he percatado de que llevaba un buen rato sin prestar la más mínima atención a las explicaciones que nos daba, en tono pomposo, la mujer de la audioguía. Tampoco había sacado siquiera mi cámara fotográfica, a diferencia de Felisa, que disparaba a diestro y siniestro como si estuviera poseída.

Mientras pasábamos por una galería cubierta frente al Patio de Lindaraja, Felisa se ha dirigido inopinadamente hacia su derecha para contemplar mejor el patio a través de los ventanales. Sin darse cuenta, al hacer ese movimiento brusco ha dado un tirón a mis auriculares, que al desprenderse de ambas orejas han quedado colgando de su hombro izquierdo.

Ha sido un acto reflejo, para nada premeditado. Sin pensármelo dos veces, y aprovechando que en aquel preciso instante la sala contigua se hallaba vacía, me he deslizado bajo la cama que, según aseguraba un cartel, había pertenecido al mismísimo Washington Irving durante su estancia en estos aposentos, cuando escribió sus famosos Cuentos. Al cabo de unos minutos he podido divisar los inconfundibles tobillos de mi mujer alejarse sin prisa en dirección a la salida.

A las siete, ya de noche, a varios metros ha pasado un vigilante armado con una linterna. Si me estaba buscando, desde luego lo hacía sin demasiada convicción. Pasadas las nueve, cuando he supuesto que habían cerrado ya las puertas del recinto amurallado, me he puesto un rato en pie para desentumecer un poco los huesos, para enseguida volver a mi escondite improvisado. Hoy no cenaré, pero me da igual. Desde aquí dispongo de una perspectiva excepcional: a través de una de las celosías de madera trenzada, la luz de la luna, en cuarto creciente, ilumina Sierra Nevada.

3 comentarios

  1. A mi me gustó. Es un relato sencillo con un final curioso. Para mi no es necesario que sea una joya literaria, la manera de contarlo me pareció muy amena y divertida. Personalmente no pido más.
    Ninguno de mis favoritos clasificó en ninguna categoría!!! Pero éso no quiere decir, ni mucho menos, que el jurado se haya equivocado.
    Felicitaciones a los ganadores y que disfruten sus premios.
    Saludos desde Colombia

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  2. Hola. Decepcionada,no le encuentro ningun mérito al relato ganador,prosa que no denota que se trate de un relato literario. Todo viaje puede resultar maravilloso y/o desastroso o una mezcla de ambas sensaciones. La escapada romántica acaba en separación y se aprecian otras vistas desde esa escapada y eso constituye todo el giro y trama de la historia.

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